El desván
Un almacén del pasado
Cuando era niño tenía verdadera obsesión por subir aquella escalera y abrir la puerta que daba paso a lo desconocido. Tal vez era la típica cabezonería infantil, pero siempre lo intentaba cada vez que visitábamos a mis abuelos. Ellos y mis padres impedían de inmediato el menor intento de escalada: Niño, que te puedes caer. ¿No ves que es una escalera muy vieja y la madera está muy gastada? Además, dentro está muy oscuro y puedes toparte con cualquier bicho. Cuando te caigas vendrás llorando como una magdalena con algún brazo roto o las rodillas desolladas.
Ayer, después de muchos años, volví a la casa. Y allí me encontré, al pie de la misma escalera con los mismos peldaños. Para mí ya no representaba el reto de subir un 8.000, pero sí mantenía esa curiosidad, esa avidez por saber que habría detrás de ese portalón de cuarterones.
Subí con cuidado. Crujían todos y cada uno de los agrietados peldaños, y no había, tampoco antaño, una barandilla o algo parecido donde poder agarrarse.
Tuve que empujar con fuerza para poder abrir la dichosa puerta. Crujió, se encasquilló unas cuantas veces, pero al fin cedió. Fue en ese momento cuando bruscamente, como dándose codazos, se agolparon en mi conciencia multitud de escenas e imágenes vistas en otro momento en salas de cine o de teatro, o leídas en libros de drama o suspense. Los desvanes y los sótanos son con gran frecuencia el escenario de situaciones tensas, intrigantes, a veces incluso terroríficas o de considerable angustia para el protagonista, el espectador o el lector. Para colmo, y no pocas veces, estas secuencias acaban en incendio, inundación, asesinato, hallazgo de objetos que ocasionan posteriores conflictos habitualmente dentro de la familia, o simplemente terminan con la persona protagonista escondida en un oscuro rincón mientras deja de sentir a aquella persona o cosa que pudiera comprometer su integridad física.
Con todo esto en mi cabeza, entré en el desván. Y lo que vi a primera vista no me decepcionó. Allí estaba todo lo que se suponía que iba a encontrar. Muebles muy antiguos, una gran mesa central, el tópico baúl, un piano de pared que parecía dispuesto a dar la música que siempre lleva dentro, ropa vieja desperdigada por sillones agrietados o medio guardada en cajones entreabiertos, grandes armarios con cortinas amarillentas a modo de puertas donde se acumulaba ropa de niño, trajes mil rayas, ropa de mujer a simple vista de talla muy grande, faldas con volantes, chaquetones de lana gruesa, y un sinfín de sombreros de mujer y de hombre, de las más variadas formas y texturas, amontonados en su interior.
La estancia era amplia. Un tragaluz en el techo le daba la luminosidad suficiente salvo en los cuatro rincones que, de puro oscuros, apenas se distinguían. No encontré interruptor ni lámpara o bombilla alguna en el techo, que, por otra parte, y como el resto de las paredes, estaba muy deteriorado por las humedades. Mis pasos originaban un potente quejido de la madera bajo mis pies. Pero allí se escuchaban otros pequeños sonidos, los correspondientes a la fauna que suele habitar estos lugares: insectos de diferentes tamaños y familias, polillas, mariposas, y otros pequeños mamíferos que se delataban por sus huellas en el polvo del suelo y por sus excrementos, y que se asocian habitualmente con el abandono y la suciedad.
Desperdigados, esparcidos por las cómodas y sillones, y sobre todo en la gran mesa central, observé con cierta añoranza multitud de objetos relacionados con una antigua actividad escolar. Una gran cantidad de lápices, algunos de colores, otros con goma de borrar en su extremo, bolígrafos BIC, cuadernos de dibujo alargados con las páginas en blanco, gomas de borrar MILAN con las esquinas gastadas por el uso, pequeños tinteros vacíos, plumillas despuntadas, plumieres, cuadernos de ortografía BRUÑO, y un globo terráqueo grande con mapa político, y con muchos menos países que en la actualidad.
Curiosamente la música estaba muy presente entre todo aquel desorden. Encontré una radio antigua con el dial circular y una tela brillante delante del altavoz, una guitarra con alguna cuerda menos, un xilófono con las teclas de colores, una flauta de la que se podía desenroscar la boquilla, y unos pequeños tambores unidos entre sí, como los que se ven en los países árabes. Y por supuesto el piano. Y como estrella principal, un piano FISCHER con la tapa del teclado abierta, alguna tecla deteriorada, pero en buen estado de conservación y curiosamente bastante limpio. Sólo pulsé un par de teclas. Sonaron bien.
Me decidí a abrir el baúl. Aquí suelen reposar las sorpresas, despertar las inquietudes o confirmar las sospechas. De todo había. Juegos de mesa clásicos y otros más recientes, estuches con gemelos de camisa, o con alguna pequeña joya, colgantes y collares, y otros con plumas estilográficas. Algunos libros de variados temas: El Capital, El Principito, un ejemplar de El Quijote prácticamente de bolsillo, y alguno más que en este momento no recuerdo. También ví varias carpetas de colecciones de sellos, monedas y cromos de la colección Historias. Y varios recuerdos de mi primera Comunión. Completaban los hallazgos decenas de cartas y postales de lugares de veraneo tradicionales como Benidorm, Alicante, Suances, o Sangenjo. Recuerdo haber ido con mis padres y abuelos a algún lugar de estos y pasármelo fenomenal. Y también encontré un clásico: un paquete con muchas cartas, atadas con una goma elástica, de quien no quise saber destinatario ni remitente.
Decidí acabar esta mi primera visita a aquel lugar tan especial para mí, lleno, ahora lo sé, de recuerdos y curiosidades, por donde los espíritus de mis abuelos seguro que se paseaban sin hacer ruido, y ahora sorprendidos por mi presencia.
Nada más salir, y tras cerrar la puerta, tuve un resbalón y me caí, golpeándome en varios escalones donde la espalda pierde su honroso nombre. Me incorporé sin dificultad, aunque algo dolorido, acordándome de los consejos de mi madre. Y en ese instante me pareció escuchar algunas notas que sin duda identifiqué como provenientes del piano del desván. Me quedé paralizado. Estuve a punto de subir de nuevo para sorprender a alguna rata sobre aquel teclado. Pero pensé que sería una gran decepción. Mejor dejarlo así. Mejor pensar que otra clase de energía habría sido la responsable de aquella sorpresa final. Incluso me planteé decir en voz alta que estaba bien, que como mucho tendría un pequeño hematoma en salva sea la parte.
En fin, me fui de la casa muy satisfecho. Espero no haberles dejado preocupados.