Viajar a Galicia en coche constituye todo un reto. Es un largo trayecto, abrumador para quien lo de conducir no resulta algo satisfactorio. A esto se une un estado de la autovía que en algunos tramos deja mucho que desear. Ya se sabe, lo público suele estar maltratado y se le tiene menos en cuenta a la hora de gastarse el presupuesto, algo habitualmente exiguo.
Estos inconvenientes se compensan por el paisaje, variado a lo largo del camino, y especialmente cambiante en las cercanías de la tierra gallega. Es en esos momentos cuando se deja atrás el duro amarillo seco y empieza la confortable visión del verde húmedo. Las espigas dan paso a los árboles. Los pueblos castellanos, con sus casas apretujadas en torno a un campanario, se transforman en innumerables casas esparcidas por las laderas siempre verdes. Allí están, diseminadas hasta donde llega la vista, como si hubieran caído del cielo sin orden ni concierto, al azar.
La visión de tanto verde siempre lleva encima un sambenito: ¡claro, con lo que llueve aquí! Este mantra pone en guardia al más pintado a la hora de viajar a Galicia, y a pesar de las previsiones on-line, el viajero se suele pertrechar de paraguas, chubasquero y algo de abrigo.
Esta vez la climatología fue especialmente favorable, y el sol brilló en firme, dejando en la maleta la mayoría de las prendas supuestamente necesarias para pasar unos días de principios de otoño en tierras gallegas.
La Ribeira Sacra y el Parador nacional de Santo Estevo
La leyenda, una más en Galicia, dice que el dios Júpiter, enamorado de esta tierra, la obsequió con un hermoso río. Juno, la esposa de Júpiter, llena de celos e indignada, abrió una herida en esta desconocida competidora, todo lo profunda de lo que fue capaz. Esa herida es ahora el cañón del río Sil, una belleza sorprendente y ciertamente divina.
La carretera que bordea el cañón es espectacular, y sinuosa, como el pensamiento gallego. Atraviesa frondosos bosques y de pronto sale a la luz al borde del precipicio, tipo Thelma y Louise, en simples pero impresionantes miradores. Desde ellos, la vista panorámica confirma el amor de Júpiter y el fracasado intento de Juno: el sinuoso río Sil da el toque perfecto de singularidad y completa un marco incomparable.
En Doade se puede, casi hay que decir que se debe, embarcar en un catamarán para hacer unos kilómetros río abajo a lomos del Sil. Ahí compruebas que las laderas del cañón huelen a vino. Primero en el lado de Lugo, luego en el de Ourense, todo está tapizado de viñedos dispuestos en bancales en vertiginosos desniveles, tal y como se diseñaron desde los tiempos del Imperio Romano. Es un auténtico homenaje a siglos de tradición vinícola en circunstancias absolutamente sorprendentes. El desafío a la gravedad al que se exponen temporada tras temporada los hombres y mujeres que recolectan la uva Mencía tiene un nombre: la viticultura heroica.
El Parador de Santo Estevo tiene buena fama, y se la merece sin duda alguna. Es un monasterio de 14 siglos de antigüedad, famoso en su momento porque allí decidieron acabar sus días nueve obispos, circunstancia esta que da nombre a uno de los tres bellos claustros que posee el edificio. Sin duda un lugar singular, muy aconsejable, estratégicamente situado para la visita de la Ribeira Sacra.
Baiona. Del tinto al blanco.
Esperábamos mucho de este parador, precedido de una excelente reputación. La situación es única. Está incluido en una pequeña península frente a la entrada de la ría de Vigo, y a sus maravillosas islas, las Cíes. El mar allí rompe furioso sus olas y deja al viajero encandilado. A su vez, el parador forma parte de una gran fortaleza, a la que incluso llegó Pinzón con su Pinta, ahora exquisitamente restaurada, y ofreciendo, desde todos sus ángulos, un verdadero placer para la vista.
Del paseo por el pequeño pueblo de Baiona comento una anécdota que dice mucho de la manera de ser de sus gentes. Una tienda de productos de la zona; por supuesto buen vino, y otras exquisiteces. En el curso de una animada charla, nos da a probar un orujo que estaba bueno de verdad. “Pues alguna vez hemos probado alguno de botella sin etiquetar, que estaba ya de muerte”. El buen señor, una vez la tienda estaba vacía, sacó de algún lugar una garrafa de plástico con etiqueta de “agua destilada”, lavó una botella de vino tinto, y la llenó de ese “agua destilada”. “Prueben este, ya verán lo que es un buen orujo. Espero que no sean de Hacienda”.
Si buena estaba la Mencía, hay que quitarse el sombrero con los vinos de la zona de O Rosal: Albariño, Caíño y Loureiro. La visita a unas bodegas, incluida una parada en el propio viñedo, fue sumamente agradable y enriquecedora por la abundante información recibida, lo que llevó a rellenar huecos libres del maletero con los afamados caldos de la zona.
Y vuelta a la meseta, después de un viaje que se ha hecho corto y que obliga a volver, más despacio, con más tiempo para disfrutar de esta sorprendente tierra gallega.