Nueva Zelanda, marzo 2018

 

Una vuelta a la manzana

Comentarios y fotos en torno a un viaje inolvidable, especial por sus objetivos, asombroso por sus paisajes y sus peripecias, y provechoso por sus enseñanzas y moralejas.

Dedicado a las seis personas que tuvimos la suerte de realizarlo. Las demás a lo mejor no entenderán algunas cosas de las que se digan aquí. Que pregunten, es gratis.

 

De esquina a esquina con algo fresco

Hay ciudades donde para ir de una esquina a otra de una manzana de casas hay que echar bote y merienda. Pero si una esquina está en Madrid y la otra en Auckland, la excursión se hace interminable, de más de 19.000 kilómetros y de unas 30 horas de duración, si no hay imprevistos. Y si contamos la ida y la vuelta, se puede afirmar que en este viaje cubrimos una distancia como si hubiéramos dado la vuelta completa a la manzana del globo terráqueo, que para quien no lo sepa mide 40.075 kilómetros.

Pues bien, después de esta barbaridad de horas en las alturas, las primeras en suelo neozelandés fueron para recordar. Una manzana. Una manzana verde doncella alojada en una mochila y el olvido de su existencia en la memoria de los seis viajantes, y para mayor error no declarada en el papel de inmigración, fue la causa de una situación que resulta difícil describir, entre indignante y ridícula. Sí, habíamos mentido, es verdad, pero el castigo nos parecía inaudito, rallando en lo esperpéntico. No nos lo podíamos creer.  ”Que la tiren a la basura”, “que se la coman”. Lo cierto es que no nos dieron opción de pagar los 400 dólares NZ de multa entonces, pero tampoco lo pudimos hacer unos días después: no nos habían dado ni enviado el número de la denuncia. Pusimos la oportuna reclamación con la inestimable ayuda de Clarisse y también de Tess Keough, una poli del país tan amable como voluminosa, y a día de hoy aún no hemos soltado ni un dólar. La verdad es que la cara que se nos debió quedar en el aeropuerto les pudo impactar y a lo mejor nos han perdonado.

Afortunadamente este humillante episodio quedó ya desdibujado ante la alegría de la presencia de Diego y Clarisse. En fin, la primera media vuelta a la manzana mundial casi se nos atraganta, pero al final…pasó, sobre todo después de la sobredosis de cerveza en La Bonita, el bar donde trabaja Diego.

 

Las dos islas

La verdad es que ver delfines en las orillas de una playa desierta del Mar de Tasmania, dicho así, es impactante. Y asistir una buena mañana de camping a la aparición del Monte Cook, todo nevado, al que ya dábamos por perdido por no visto, y que tuvo a bien dejar de esconderse detrás de unas molestas nubes, fue eso, una maravillosa aparición.  Y comprobar que los kiwis existen, aunque se les tenga que ver entre tinieblas dados sus hábitos nocturnos.

Y verde, y más verde. Bosques hasta la orilla de decenas de lagos, de fotogénicos fiordos, praderas en las apenas se distinguía su intrínseco color al estar atiborradas de vacas, ovejas, o ciervos.

Y agua, y más agua. Playas inmensas, solitarias, dignas de su puesta de sol; otras con rocas tipo hojaldre, y otras llenas de gentes festivas bañándose en pequeñas piscinas de agua caliente excavadas por ellas mismas en la arena, amenazantes glaciares suspendidos en las alturas, ruidosas cascadas y malolientes géiseres.

Y kilómetros y kilómetros, unos 3.000. Las carreteras, en aceptable estado, no contemplan salvar los accidentes geográficos con túneles o puentes, se adaptan al terreno como una lapa, y, claro, así, y sin pasar de 90 km por hora, las distancias no se correspondían nunca con el tiempo que empleábamos en recorrerlas.

Todo esto vimos, y mucho más durante el recorrido por las dos tierras, la del norte y la del sur. El tiempo, el maldito tiempo, ese del que disponíamos y el otro, el atmosférico, nos privó de ver más cosas, y se quedaron en el tintero algunas, por lo que esta pluma no los puede describir. Las pertinaces nubes nos impidieron gozar de la visión de montañas y volcanes, de grutas fantasmagóricas, del salvaje extremo norte, en fin, cosas que quedarán pendientes para otra vuelta a la manzana.

 

Enorme y por la izquierda

El viaje tenía un reto de cierta importancia. El recorrido lo haríamos en autocaravana y haciendo noche en campings. Todo en aras de una economía que todos intentábamos cuidar.

Personalmente sabía que me iba a costar. Un verdadero reto después de aquello. No conducía por la izquierda desde hacía varios años, desde aquel fantástico viaje a Irlanda, también muy verde, pero donde las dos ruedas del lado izquierdo del coche pasaron a mejor vida en un bordillo verde-trampa.

Cuando vi el mamotreto que nos iba a enseñar Nueva Zelanda se me pusieron los pelos de punta. Era largo, larguísimo. Cuando miraba por el espejo no terminaba de ver chapa blanca. Y sobre todo era ancho, una barbaridad. Pero, claro tenía que llevar a seis personas, darles de comer, acostarles, y llevarles por las dos islas de la manera más cómoda posible. La verdad es que aquel monstruo cumplió con las expectativas. Allí cocinamos, comimos y dormimos sin dificultades, y sobre todo jugamos a tope. No jugamos al rugby, claro está, pero sí a las cartas. El Continental y La Pocha nos provocaron buenos ratos, carcajadas, algún grito de sorpresa, a pesar de algunas dificultades por lo accidentado del terreno.

Mi adaptación fue más rápida de lo que esperaba, y mi tendencia a desviarme hacia la izquierda se fue corrigiendo paulatinamente, con lo que en poco tiempo ya estaba disfrutando de la conducción por esos increíbles parajes.

Y la rutina del camping también la pillamos de inmediato. Con agilidad y sin complejos porque allí te encuentras con gentes de todas las partes del mundo, y se puede comprobar que los celtibéricos no somos precisamente más guarretes que los de otras latitudes. Saludábamos en el idioma que nos salía en ese momento, dábamos de comer a algún animalillo del lugar, y nos armamos de paciencia con el prometido y por momentos inexistente wifi.

 

¡ Sí se puede ¡

Compartir seis personas felizmente un vehículo día y noche, por muy grande que sea, era algo que pertenecía al baúl de las incógnitas. Seis personas dan para mucho. A quien no le huelen los pies, le huelen los aires, ronca por la noche, no le gusta esto, necesita imperiosamente aquello, le canta la próstata, las manías y costumbres de cada persona, y más y más posibilidades.

Es verdad que todo el universo en torno al viaje se puso de acuerdo para que el resultado fuera positivo:  la autocaravana, el tiempo atmosférico, nuestra salud, la ausencia de incidentes, pero sobre todo y ante todo, las personas.

Algo tuvo que ver, sin duda, que no nos importara comer de bocadillo donde fuera, a la orilla de un lago, en lo alto de una loma, o en el comedor-cama del fondo del coche-camión. O que sobrelleváramos sin duelo el drama de no ver el espejo de un lago o las fumarolas de un volcán de película. O tomar café de puchero, o no hacer ascos, sin duda alguna, a ninguna de las variadas cervezas locales, de las que no dejamos de probar ni una sola (Diego calculó un 25% del presupuesto en la macro-cata).

La tolerancia es siempre algo difícil en estas circunstancias. Más de lo que uno se cree. Voltaire escribió un tratado sobre ella en 1763 que recomiendo leer. La verdad es que hubo mucho de ella durante el viaje, aún en momentos, lógicos en 15 días de gran intensidad, en los que parecía que se iba a tambalear. Pero allí se puso voluntad, paciencia, dos dedos de frente, silencios, cervezas o Pocha, mucha Pocha. Si a la tolerancia se unen el respeto y las ganas de pasarlo bien el resultado es sobresaliente.

 

Un final de mentira

Dejo para el final la magia. Aquello que hace que lo que se ve parezca de verdad, y que se disfrute de ello por la belleza con que se adorna. La magia en nuestro viaje se la apuntó el cine, que, al fin y al cabo, es eso, pura magia.

Fue verdaderamente una tarde de película. Como estar inmersos en un enorme escenario al aire libre y con un decorado natural-artificial, de verdad-casi mentira. Fuimos por unas horas los protagonistas de El Hobbit o de El Señor de los Anillos. Por allí caminamos, por La Comarca, entre la casa de Frodo y el molino de la casa del lago, entre calabazas gigantes y minúsculas ropas tendidas. Todo puesto, todo de verdad, pero de ilusión.

Hobbiton fue la guinda de un viaje pleno de sensaciones, de luz, de cámaras y de ….. acción ¡¡.

 

Para repetir. Se precisa un REMAKE.