Un día cualquiera para una nueva etapa

Había mucha niebla hoy en Madrid. Cuando salí de casa apenas veía por dónde caminaba, y casi me tropiezo con mi vecina que estaba paseando a Gus.
Las torres de la Castellana, esas moles que nunca han sido santo de mi devoción, lucían como gigantes decapitados, con sus cabezas sustituidas por una masa blanca y densa. Y el Piramidón sólo daba señales de vida con pequeñas luces dispersas, como pequeños ojos de animalillos escrutando a quien llega. Me dije, hoy es mi último día de trabajo y casi no veo el hospital, ¿será una señal? ¿una metáfora del destino?. ¿Me voy a despedir de algo que casi no veo, de casi un fantasma?. Algo pasará, hoy es un día especial para mí.
Entro en el hospital como otros días, solo, saludando a derecha e izquierda; hola, buenos días; hasta luego, ¿qué tal te va?, bien (¡para qué le voy a decir que hoy me jubilo…¡). Unas horas después, salgo por la misma puerta también sin compañía, habiendo gastado mi última mañana de trabajo. Salgo jubilado, como si nada hubiera pasado, sin vítores ni aplausos, sin serpentinas ni matasuegras, sin trompetillas ni sombreros brillantes. Y sin niebla. ¡Vaya sosez¡.
Este edificio, tan enorme, en el que he pasado más horas que en ningún otro lugar (incluida probablemente mi propia casa), me despide como si tal cosa. Ni un repaso de lo vivido: los disgustos, los agobios, las satisfacciones, los desprecios, las medallas. Ni un deseo de felicidad, de proyectos, de metas. ¡Vaya trato¡.
Menos mal que pocos metros mas allá de las escaleras de salida, descubro que, una vez más, el Piramidón me intenta engañar. Porque otras veces incluso lo ha logrado. Unas veces con palmaditas en la espalda: ¡qué bueno eres¡, ¡hay que ver lo bien que lo has hecho¡. Otras veces con aguijones y reproches: ¡te ha faltado mandarle a …¡ ¿cómo has permitido esto, o aquello?. Hoy, mas sutil, lo hace escondiendo lo único que ha pasado en la mañana que ha merecido la pena: la visita no prevista de 3 enfermas, no tanto para revisión como para despedirse de mí. Uno tiene su corazoncito, y ni el mismísimo Piramidón me lo va a arrebatar.
A pesar de todo a este monstruo no le tengo rencor. Él me ha poseído y yo le he utilizado sin límite. Hoy amanecía agazapado, escondido entre la niebla, dispuesto a recordarme todo lo que le debo. Luego, con sus aristas ya despejadas, me he atrevido a encararme con él y le he dicho ¡adiós¡,….. y cuídales, por favor.