¿Ya estás? Sí, sí, ya te veo. Qué alegría. Como es lógico, nunca antes te había visto, pero he de decirte que te imaginaba así. Cuando estuve a punto de caramelo, ya sabes, hace unos meses, allá en la UVI, noté tu presencia, pero sólo eso. Después, ya recuperado, una enfermera me dio un papel que le había dado una persona muy alta y muy rubia para mí. Era un número de teléfono muy largo y con letras. Lo guardé en mis contactos sin más. El otro día, me saltó un aviso muy raro en mi móvil. Me quedé de piedra: era la noticia de tu accidente, noticia en exclusiva para mí, lógicamente. Y, aunque con pocas esperanzas, me acordé de aquel extraño número y me decidí a intentar concertar esta cita por Skype. Todavía no me lo puedo creer.

Como, hasta donde yo sé, tu condición no incluye la capacidad para hablar, te paso a comentar las cosas que tenía pensado decirte si la cita tenía éxito, como así ha sido.

Está a punto de terminar 2020. Un año en el que, afortunadamente para mí, has estado a la altura de las (mis) circunstancias. Hablando de altura y de tu accidente. Según el mensaje del móvil, el otro día debías de estar distraído, o en un momento de descanso, seguramente con algunos amigotes, y te debiste enredar en unos cables de la luz, o algo así te debió pasar. Total, el trompazo debió ser de campeonato, y terminaste hecho unos zorros, según decía el aviso. Enseguida me acordé de una pintura de Simberg, que te la enseño ahora. ¿La ves?: un ala rota, y en andas al hospital (será de la seguridad social…celestial, ¿no?). ¿A qué jugabais, a la gallinita ciega? En plena pandemia, y mi ángel de la guarda, ¡escayolado! ¡Ya te vale!

Desde hace unos meses, tú y tus millones de amigos os estáis empleando a fondo, utilizando vuestros habituales poderes, como siempre in extremis, en el último momento, en el penúltimo aliento. Es verdad que así habéis sido capaces de atender a muchas, a muchísimas personas (también a mí), pero supongo que, aunque os ayudéis mutuamente, no dais abasto, y, claro, el otro día, en un momento de relax, sufriste el accidente. No me extraña. Lo siento mucho.

 Bueno, te cuento. Ignoro si sabes que se está buscando una palabra que defina este triste año que al fin se acaba; la más significativa, la que represente por sí sola lo que ha pasado en 2020. Ya veo que pones una cara, ahí en el lecho del dolor, de no saber de qué te estoy hablando. Por ahí se oye COVID, coronavirus, mascarilla, teletrabajo, confinamiento, etc. Para mí, sin duda es MIEDO. No sé qué piensas al respecto, tú y tus compañeros de fatigas, que nos conocéis tan bien.

Te comentaré sólo un ejemplo. Todos los días, en la tele, al menos en los tres espacios informativos, se nos informa machaconamente, sin piedad, del número de personas fallecidas o infectadas, en las diferentes regiones o ciudades importantes. No suficiente con esta tortura, aparecen la misma insoportable estadística en la parte inferior de la pantalla (mi hijo Ignacio dice que se llama “crawl”). ¡Para que no se nos olvide el drama diario! Enciende la tele (si tienes), y verás.

Esto genera mucha angustia y mucho miedo. Es el miedo que forma parte fundamental del enorme susto que llevamos en el cuerpo desde hace más de 9 meses. Tú lo has comprobado, siempre al lado de la gravedad, de quien estaba a punto de irse al otro barrio, bueno, a donde sea. Pero, ¿qué pasa con quienes no han estado en esa tesitura, o ni siquiera han enfermado? De eso es de lo que quería hablarte hoy, si tienes ganas y fuerzas suficientes. Es que, amigo, no podemos seguir viviendo así mucho más tiempo.

 Mira ángel, en medio de esta barahúnda, están los políticos, que son los que mandan, los científicos que son los que saben, y la población, que es quien sufre. Los primeros tienen pánico a perder el puesto de trabajo si meten la pata, y no paran de dictar pregones y a llamar a la unidad en la restricción (¡claro!). Los segundos están aterrorizados al no tener respuestas fiables, y se dedican a intentar separar el polvo de la paja, pero sin aceptar, ni siquiera escuchar, posibles alternativas; le han pasado el marrón, a toda velocidad, a la vacuna. Y las gentes de a pie, sanos o supervivientes, oyendo a primeros y segundos, y viendo la TV, pues ¿cómo quieres que estemos?: muertas de miedo.

Te voy a hacer una pregunta, ya sé que no tendré respuesta: ¿A qué tenemos miedo las personas en todo este asunto? La respuesta para mí es de cajón. A la enfermedad y a la muerte. Nada raro, por cierto, desde el principio de los tiempos. Pero en estos momentos, el miedo es, sobre todo, a sus formas y consecuencias. Me explico. Seguro que habéis estudiado y comprobado, que hay mucha gente a la que no le importaría morirse de un infarto fulminante, o de un accidente aéreo. Pero hay otras muchas que no quieren ni pensar hacerlo en una UVI, con tubos por todos lados, pasando de la consciencia a la inconsciencia, y todo a solas, sin conocer a nadie, alejado y sin ver a las personas que más quieres. Habéis estado ahí en muchos casos, y conocéis de primera mano esa situación tan triste y, a veces, tan indigna. Yo la sufrí, y te aseguro que fue horrible. Para colmo, en algún instante en el que unas decenas de neuronas más o menos funcionan, oyes a los primeros recetando más prohibiciones, a los segundos mordiéndose las uñas, y piensas “¿qué he hecho yo para merecer esto?, esto, que no me lo ha pegado ni mi mascota ni la avispa que me picó en la playa, sino …. otra persona”.

Este es el momento en el que se os ha echado de menos. Es el momento en el que se engendra lo que podríamos decir, miedo social. El de la sospecha, el de la desconfianza de unas personas respecto de otras. Ahí no habéis estado. Lógico: no es algo que requiera de vuestra acción rápida, puntual y fugaz. Sólo es miedo. Miedo al vecino, a la compañera de trabajo, al primo hermano que vuelve a casa por Navidad. Miedo, incluso, a las personas que más aprecias y quieres. Es terrible. Así nace un sentimiento de desconfianza terrible, ese sentimiento que nos hace ser ásperos, sin empatía, sin libertad: “mejor no verlos, y si hacen algo mal, hay que echarles una bronca monumental. Se lo han buscado, por inconscientes y desobedientes”. El deterioro está siendo brutal. ¿no podríais hacer algo, ángel?

Tenéis que multiplicaros. O contratáis a más ángeles, o hacéis un curso acelerado de formación. Tenéis que llamar a varias puertas. Seréis bien recibidos, seguro. Hablad con los primeros y decidles que eviten que la información nos llegue día tras día de un modo que se nos pone con el corazón en un puño para el resto del día. A los segundos, que se quiten la venda de los ojos, que tecleen en el ordenador eso que no quieren ver, que sepan que preferimos saber tres cosas ciertas a 50 que se contradicen con otras tantas. Y, por último, llamad a la ciudadanía a que nos demos una buena dosis de crema de tolerancia, que las hay buenas y baratas, que nos olvidemos ser la policía particular de la olvidadiza vecina del sexto, que se mete en el ascensor sin mascarilla, o de quien va pidiendo paso en una escalera mecánica acortando distancias porque tiene prisa. Ya tenemos bastante con averiguar nuestra propia y personal nueva normalidad, como para entrometernos en la de las demás personas.

 Bueno amigo, te dejo. Ha sido un placer…inesperado. Que te recuperes pronto. Y, aunque parezca algo ridículo, ¡cuídate!

 

Nota. – Hugo Simberg, artista finlandés perteneciente a la escuela simbolista, pintó “El ángel herido” en 1903, y en 2006 fue declarada como “La pintura nacional” de Finlandia. Nadie hasta la fecha le ha dado una interpretación de suficiente peso, ni tampoco el artista quiso hacerlo en su momento, algo, por otra parte, muy característico de esa corriente pictórica. Me acojo a esa libertad de apreciación expresada por su autor, para contar este nuevo relato.