Encuentro en el mercado

 

Milagros no podía dar crédito a sus ojos. ¡Era Hortensia ¡

– ¡Horten¡ Esta está ya más sorda que una tapia, pensó mientras intentaba no perderla de vista entre la maraña de gente que tenía por delante.

– ¡Hortensia¡ volvió a gritar a pleno pulmón. Bueno, ya parece que mira para acá. Iré yo a su encuentro porque si no vamos a estar dando vueltas como peonzas y gritando como verduleras.

Al fin se encontraron, jadeantes, y con una amplia sonrisa en los labios. Milagros dejó las bolsas que llevaba en el suelo.

– Ay Milagros, Milagritos ¡¡ Cariño, es que no te veía. A estas horas hay mucha gente en el mercado, dijo Hortensia. Te oía, pero nada. También es cierto que una no es muy alta. Bueno, sólo un poco más baja que tú. ¿Qué haces por aquí? Vaya casualidad encontrarnos.

– Anda guapísima, dame un beso, dijo Milagros abriendo los brazos de par en par.

Y se dieron un efusivo beso, de esos que se oyen a metros de distancia. De esos que dicen que son de abuela.

–  Pues la verdad es que he pasado por aquí de pura casualidad. Voy a comer a casa de unos amigos y les voy a llevar algo. ¿Cómo estás, hermana? Te veo bien, hasta más joven incluso.

– Pues debe ser el convento. Allí estamos como en conserva. Como plantas en un invernadero. Yo también te veo bien, ¿algo más gordita, quizás?

– Bueno algo de peso he cogido. Es que me muevo poco desde que murió Paco. Me quedé muy tocada. ¿Desde cuándo no nos veíamos, Horten? A lo mejor 4 ó 5 años, ¿no?

– Puede ser. Yo creo que desde el entierro de Paco. ¡Qué pena de hombre¡ ¡Qué buena gente¡ No me extraña que te haya costado remontar. ¿Te apetece que nos sentemos a tomar algo? O, a lo mejor te falta mucho por comprar. Yo ya he apañado el menú para toda la semana. Está chupao, siempre es lo mismo. Mis colegas en Dios…

– ¿Mis… qué?, dijo Milagros poniéndose una mano en el oído derecho, mientras se sentaban en una terraza dentro del mismo mercado.

– Sí, mis colegas en Dios. Así les llamo a mis compañeras de convento. Yo creo que te lo había dicho antes. La verdad es que son buena gente, pero tampoco pierden la regla en lo del comer. Hoy, por ejemplo, toca garbanzos, vamos, cocidito madrileño, como todos los jueves desde que estoy allí, y va para 40 años. Alguna vez he intentado una mínima variante cuando me ha tocado, como hoy, hacer la compra, y me han armado un pollo de cuidado.

– Sí, es cierto. Me suena que me hablado de ellas, de tus colegas, de vuestras costumbres y manías, de vuestra reglas.  Pero, chica, te veo sin bolsas. ¿Os llevan la compra al convento?

– Claro, dijo Hortensia con el ceño fruncido, venimos a comprar una vez a la semana, somos 20 mujeres, y, oye, zampamos a base de bien. Lo mismo cada semana, eso sí, pero no dejamos ni una miga en el plato. No pensarás que podemos llevar todo a cuestas, ¿no? Nos llevan todo al convento, y les damos una buena propina. En algo tenemos que gastarnos las subvenciones, Milagritos.

Mientras hablaba frente a su hermana, Hortensia se dio cuenta que está algo desmejorada. Pálida y algo ojerosa, pero ágil  y bien vestida. No debe tener problemas de dinero, pensó.

Un joven camarero se acercó sonriente a la mesa que ocupaban ya las hermanas.

– Buenos días, ¿qué va a ser, señoras?

Las dos mujeres se miraron y casi al unísono pidieron dos vermuts rojos con mucho hielo y una rodajita de limón. El camarero volvió sobre sus pasos pensando que quién pudiera llegar a esta edad y pedirse un vermut a las 12 de la mañana, como si tal cosa.

Milagros contempló a su hermana. El pelo cano, muy corto como siempre, ni un gramo de grasa, pantalón y rebeca grises y una camisa blanca sencilla. Los zapatos, los clásicos, cerrados, de cordones, o sea, de monja. A pesar de la vestimenta, y de su edad, unos cuantos años más que ella, el aspecto era excelente.

– ¿No cambiáis nunca de vestido? Iba a decir hábito, pero no lo es, ¿verdad?. Pero chica es de un gris que tira para atrás. Y esos zapatos, ¿es que no tenéis otros modelitos?

– Pues no te lo he dicho ya? A piñón fijo. Allí no nos cambiamos ni de …. bueno, iba a decir una barbaridad, Milagros. Es que estoy un poco harta. Después de tanto tiempo, estoy cansada. Todo sigue igual aunque cambien los de arriba. Con el Papa argentino hubo un momento de esperanza, pero fue eso, un momento, un espejismo.

– Bueno Horten, ya veo que sigues tan inconformista y protestona como siempre, dijo Milagros con una sonrisa burlona. Algunas cosas han cambiado, o al menos eso parece.

El camarero dejó en la mesa los vermuts y un cuenco con patatas fritas. Y se alejó con una sonrisa mientras oía cómo  chocaban sus vasos con estrépito.

– Pues sí, ¿qué le voy a hacer? Una es como es aunque sea monja. Yo cambiaría tantas cosas…. Ahora les ha dado por llamarme Sor Opo porque me opongo a todo. Dicen que a veces pareciera que soy la mismísima oposición de Dios. Bah, tonterías.

Hortensia devoraba patatas fritas e invitó a su hermana para que hiciera lo mismo.

– ¡Bien saladitas…lo mejor para la tensión¡. Que conste que la tengo bastante bien ¿eh?. O eso creo por lo que me dice Sor Marañón, así llamo yo a la joven enfermera Inés que viene del ambulatorio de ronda todos los meses para ver si alguna nos vamos a morir pronto.

– No me seas exagerada por favor. Me parece fenomenal que os controlen la tensión y lo que haga falta.

– Oye Mila, dijo Horten en voz baja acercándose a su oído todo lo que podía, no está nada mal este chiquito, el camarero digo, ¿eh?. Te has fijado en…

– A ver, Horten, córtate un poco. Que eres una monja, caray, aunque solo lo parezca por la pinta que llevas. Pero mira, te voy a seguir la broma: mi Pedro sí que está bien, como un queso. Y sin embargo tu coletas, un poco bajito, ¿no? Y no te quejes de las patatas, porque te estás metiendo un vermut entre pecho y espalda, y no creo que eso baje la tensión precisamente.

– Vale, vale. Ya me callo. Brindemos otra vez, ahora por nuestra salud, que es lo más importante. Es verdad.

Brindaron de nuevo y dieron un buen trago.

– Con que Sor Opo, ¿no? Dijo Milagros con una amplia sonrisa. Bueno tú sabes que yo también tuve problemas en la Universidad. Deben ser los genes, o la educación que nos dieron nuestros padres, que no eran precisamente de derechas, ¿no?

– Debe ser eso, porque yo me acuerdo de muy jovencita lo que nos contaban de la postguerra, lo mal que lo pasaron, la cárcel, en fin, muy malos recuerdos.

– Claro que me acuerdo. Nos enseñaron lo importante que eran algunos valores que ahora son difíciles de encontrar. Yo creo que por eso tú y yo hemos salido un poco rojillas, ¿no?, dijo Milagros guiñándole un ojo a Hortensia. Además, que yo recuerde, siempre que nos vemos terminamos hablando de política, ¿verdad? ¿Por qué será?

– Bueno, algunas más rojillas que otras, dijo Hortensia guiñando un ojo. Y tienes razón Mila, siempre acabamos arreglando el mundo entre las dos. A propósito, estarás contenta, ¿no? Ya está tu Pedrito en La Moncloa. Le ha costado un poquito, ¿eh? Y si no es por otros que yo me sé, estaríamos todavía con el gallego a cuestas. ¿Sigues con carné?

– Ya veo que te siguen gustando las coletas, hermana… ¡Sor Opo¡ je je. Pues sí, Horten, estoy contenta. Es una oportunidad de cambiar las cosas, que estaban dejadas de la mano de tu Dios. Va a ser complicado, pero de momento están poniendo encima de la mesa cuestiones importantes, y quieren darles soluciones, eso sí, distintas a las que daban los otros. Y sí, sigo con carné.

– Bueno, Mila, ya veo que enseguida te sale tu vena atea. Es difícil mantener una fe, que por otra parte nunca tuviste, estando la Iglesia como está, para mandarles a todos a la porra, espetó Hortensia. Pues sí, lo tenéis difícil con tanta exigencia, amenaza, y diferentes maneras de pensar a vuestro alrededor, pero es lo que hay, y a mí no me parece mal. Yo iba con El Coletas al principio, pero ahora me gusta menos.

Seguían bebiendo durante la animada conversación. Las patatas se habían terminado.

– ¿Tus hijos y nietos siguen bien?, preguntó Hortensia.

– Bien. Ya sabes, con apuros económicos, pero saliendo adelante. Siguen igual, uno en París y la otra en Kuala Lumpur. Los niños ya están creciditos, y saben dos o tres idiomas. Vamos, una envidia tremenda. Estoy feliz. Les veo poco, bueno, a la de Kuala Lumpur sólo por el ordenador; menos mal que Paco, antes de morirse, me enseñó a manejar lo del esquí, o escai, o como se llame. Les veo y hablamos por el ordenador. ¡Vaya invento¡

– Me alegro mucho. Yo no conozco a mis sobrinos-nietos. Me gustaría mucho. En el convento tenemos un ordenador para todas, en una sala donde también está la televisión, y una pequeña biblioteca. Bueno, Hermana, tú has venido a verme muchas veces y te acordarás.

– Pues fíjate que no me acuerdo de esa salita. ¿Quieres que te avise cuando vaya a ir a París a ver a los niños? Sacando los billetes pronto, salen muy baratos. Yo te ayudo en ese tema.

– Está bien, lo pensaré, pero mira que lo veo difícil. Bueno, y siguiendo con el tema, ¿qué más me cuentas? ¿Vais a seguir sólo con decisiones limitadas, que, eso sí, parece que os están dando votos? Me explico. ¿Os quedaréis tan panchos sólo con echar al otro galleguito del Valle de los Caídos, con cambiar a un montón de cargos públicos, con subirnos un poquito el sueldo, o quitar un par de medallas al hijo de su madre de Billy el Niño? ¿Para cuándo preguntar si queremos echar al rey de una puñetera vez, programar un referéndum para Cataluña, o proteger de verdad a la sanidad pública y a la educación pública?

Milagros pensaba mientras la oía lo bien que tenía la cabeza su hermana. La reconocía así desde siempre, crítica, mordaz, lúcida en sus opiniones. Su ingreso en el convento y todo lo que lo rodeó, un episodio que procura no recordar, y el paso de los años, no había logrado cambiar su línea de pensamiento.

– Todo se andará, Horten. No se va a tener tiempo material para hacer todo lo que se debería hacer. Hay que gobernar muchos años.

– Pero tendréis asumido que solos no podréis, ¿no? Hay otros que quieren una política más de izquierdas, Mila. Ya sabes, sin contemplaciones y ambigüedades. A mí me gustaría algo más radical. Por ejemplo, y hablando de la Iglesia, a todos estos curas que han abusado de niños y niñas, yo les cortaría los huevos, y ¡a la cárcel con ellos¡

Hortensia recostó en su silla y resoplando se puso una mano en la frente.

–  Uhmmm, me parece que me está haciendo efecto el vermut.

– Sí, me parece que sí, dijo Milagros sonriendo.

– Otra cosa hermana sociata, apuntándola con un dedo, este vuestro gobierno, ¿será capaz de ir desmoronando esos canturreos continuos que a fuerza de repetirse, aunque sean mentira, la gente se los termina creyendo? Creo que ahora se llaman mantas, o mantras, o algo así, ¿no? ¿Tú crees que algún año o siglo de estos dejaremos de hablar de los golpistas de Cataluña, de los que quieren romper España, que ya dejaremos de  hablar de la ETA, de Venezuela, de que la bandera española es patrimonio de los fascistas?

– Seguro que esto pasará, contestó Milagros poniendo una mano encima del brazo de su hermana. No será de un día para otro, pero pasará. Por ejemplo, el tema de la bandera de España lo tienen superado ya muchos jóvenes. No ven lo que vemos los que somos más mayores, una usurpación de la dictadura, y por eso reclamamos la bandera republicana como la buena para nuestro país. Y eso en el fondo es bueno ¿no te parece? Y las otras cosas, pues Horten no depende del gobierno, también están los otros políticos, y además se ha empezado a dialogar de una vez por todas, ¿no?

– Ya. ¡Pero vosotros aún mantenéis esas mantas en lo de Cataluña, caray , dijo Hortensia, levantándose y dando un golpe en la mesa con el puño cerrado.

Algunas personas de las mesas adyacentes miraron hacia la que ocupaban las dos hermanas. La escena llamaba la atención sin duda alguna.

– Calma Sor Opo, calma, y siéntate, por favor, que nos están mirando. Ya sé que el tema catalán es para ti algo muy sensible. Has vivido muchos años allí, y entiendes y comprendes las sensaciones y sentimientos, incluso la política de aquellas gentes. Mejor desde luego que muchos de nosotros. Hay que ir poco a poco. Y además la Constitución está ahí…

– ¡Ya salió la puñetera¡ exclamó Hortensia, que seguía de pié, y ahora con los brazos en alto. Otra cosa que ya veremos si os atrevéis a hacer. Hay que cambiarla rápidamente, sin remedio. ¡Y de paso, el Concordato hay que quemarlo¡

– Hala Horten, vámonos, dijo Milagros levantando la mano para que viniera el apuesto camarero y pagar la consumición. ¿O quieres otro vermut? O si no, te puedo llevar a casa. Tengo el coche aquí mismo.

– No Mila, no. No quiero más vermut, que voy a confundir la puerta del convento con la del bingo de al lado, y luego todo se sabe. Me voy andando a ver si me da un poco el fresco y me despejo. Perdona por  hablar demasiado alto. Es que me enervo. ¿Te ayudo con tus bolsas?

– No hace falta, Horten. Ve con cuidado. Seguro que nos vemos pronto y seguimos arreglando el país.

– ¡A la orden, mi general¡ dijo Hortensia de pie haciendo el clásico saludo militar. Je je, es broma. Anda, dame un beso. Te quiero mucho aunque seas una sociata de este tiempo, o sea, ni chicha ni limoná. Aunque fíjate, yo iba para comunista y ya me ves, he terminado de oposición al Altísimo, y no al Generalísimo. Bueno guapa, llámame para lo de París. Les diré que voy a hacer allí un curso sobre los beneficios de las rutinas en la vida de las personas. Seguro que me dejan ir.

A Milagros se le humedecieron los ojos.

– Yo también te quiero un montón, hermana. Otro beso. Y no cambies nunca.