Un día en el jardín

No me puedo quejar. La vida me ha sonreído y me siento muy afortunada. Vivo en una casa estupenda, con este precioso jardín, lleno de plantas y de flores. Me siento feliz, como una reina con mis pequeñas princesas.

La casa es una maravilla. Amplia, cómoda, bien acondicionada, estamos como queremos. Pero el jardín es nuestro lugar preferido. Es un placer tumbarse en cualquier rincón y pasar un rato relajadas, y muy fresquitas cuando el sol ahí afuera hace de las suyas. He de reconocer que busco intencionadamente el mejor lugar de la casa o del jardín cuando las temperaturas empiezan a ser extremas. Las personas con quienes vivo lo tienen muy asumido, e incluso les sirve de pista para saber dónde se puede estar más confortable.

Estas buenas gentes con quienes convivo son un encanto. Noto que nos adoran, nos cuidan en extremo, y están continuamente pendientes de nosotras. Somos unas más de la familia. A mí me respetan profundamente. No me ponen problemas si quiero salir, ni ponen malas caras si vuelvo tarde … o si no vuelvo hasta el día siguiente; mientras tanto cuidan de las peques como si fuera yo misma. Yo a veces se lo agradezco a mi manera, y les traigo algún regalo medio vivo que he conseguido en alguna de mis andanzas. En estos casos, hablándome como si fuera uno de ellos, me dicen que no es necesario que les traiga estos presentes. La verdad es que en ocasiones llegan un poco estropeados, y entonces me los quedo yo.

Me gustaría contar algo que ocurrió el otro día en el jardín que me dejó sorprendida. Estábamos las tres en el jardín, tumbadas, retozando tan a gusto, cuando vi a pocos metros de mí una lagartija. Pensé que era el momento de enseñar a mis pequeñas el arte, o si se quiere, el juego de la caza, ese que se lleva dentro y que aflora por instinto, y que inexorablemente se necesita poner en práctica cuando no se tiene la inmensa suerte de vivir como nosotras.

Ellas me observaban cuando inicié el postureo correspondiente. Los ojos se les abrían cada vez más cuando empecé a acercarme muy sigilosamente al pequeño reptil rozando mi abdomen con el suelo del jardín, haciéndome hueco entre el tomillo y la lavanda. Estaba en una piedra tomando el sol, cuando, como un rayo, mi pata derecha le atizó un zarpazo de consideración. La lagartija salió despedida y quedó en el suelo boca arriba, apenas respiraba. Mis niñas no movían ni un pelo del bigote. Entonces empezó el juego. La zarandeé de un lado a otro, la cogí con la boca y la envié a las alturas. Así varias veces. Pim pam, arriba y abajo. Hubo un momento en que parecía que ya no respiraba. Un par de meneos más, y nada. Ellas también seguían inmóviles.

Y cuando me disponía a ofrecerles el fruto del juego de esa mañana, ocurrió. Más veloz aún que mi manotazo inicial, la lagartija salió corriendo a toda velocidad hacia el lado opuesto del jardín. Es obvio decir que a pesar de mi desesperada búsqueda no conseguí encontrarla. A saber dónde se habría metido la muy ladina.

Cuando encontré la mirada de mis pequeñas me quedé paralizada. Tenían una medio sonrisa burlona, verdaderamente impactante. No se retorcían de risa panza arriba porque eso sale sólo en la televisión que, por cierto, a veces vemos en el salón. “Mamá no busques más, te ha engañado, se ha hecho la muerta, y ahora seguirá tomando el sol en otra piedra, tan campante”.

Me lo tomé mal. Me sobrevino una especie de depresión, y huí a refugiarme entre los geranios. ¿Estaré perdiendo facultades? Y estas pizcas con ojos…, ¿se puede tolerar? Me tumbé bien enroscada en mí misma esperando a que se me pasara y tragándome los maullidos lastimeros que estaba a punto de emitir.

Al cabo de unos pocos minutos ví cómo se acercaban. Sus ojos miraban diferente, y traían una pelota de tenis abandonada al pie de la acacia desde hace tiempo. “Venga mamá, no te preocupes, esto pasa en las mejores familias, es que son muy listillas; vamos a jugar las tres un rato y verás cómo se te pasa enseguida”. Me vine arriba de inmediato. Más aún cuando se pegaron como lapas a mi tripa y me empezaron a dar lametazos y a brincar a mi alrededor.

Por si no me hubiera dado cuenta antes, el episodio de la dichosa lagartija vino a confirmarme que hasta para ser gata hay que tener suerte. Suerte de estar donde estoy, rodeada de mis seres vivos más queridos. Y con estas reflexiones me asaltó la pesadumbre de acordarme de ver, cuando estoy fuera, a tantos y tantos colegas de cuatro patas abandonados a su suerte, famélicos, enfermos, maltratados porque no se tiene conciencia ni educación. A ver, señoras y señores de la raza humana, si arreglan esto de una vez, o nosotras, incluidas las lagartijas, tendremos que tomar cartas en el asunto.

Miau ¡¡