LOS VERANEANTES

 

Playa de Valdelagrana, años 60.

“Luisito, mira a ver si sacas a tu hermano del agua, que lleva mas de 2 horas. Anda, que vamos a comer” Esto me decía mi madre un día sí y otro también cuando estábamos en la playa durante los meses de verano. Mi hermano, moreno-negro como un tizón, era adicto al mar.

Vivíamos relativamente cerca, a una hora de viaje en la camioneta, aproximadamente. Muchos días de diario, mi madre, mis abuelos, mi hermano y yo, nos acercábamos al mar a pasar todo el día. Los fines de semana venía mi padre y podíamos entonces ir los 6 en el coche. No había ningún problema, eran otros tiempos.

Allá llegábamos pertrechados de sombrilla, toallas, juguetes y bolsas de comida. Nada más llegar, mi hermano y yo corríamos como gamos para alcanzar el agua después del asfixiante viaje en aquel autobús repleto de gente. Durante nuestra cabalgada repartíamos generosamente arena a diestro y siniestro. “¡Niños, tened cuidado, más despacio que molestáis a la gente¡”. Una vez allí, teníamos que tener los dedos muy arrugados para que nos obligaran a dejar de chapotear y de pelearnos con las olas.

La playa era inmensa, con unas mareas tan importantes que dejaban una gran porción de arena mojada por donde que la gente practicaba sus actividades preferidas, sobre todo pasear, y por donde, en aquellos años, tenían lugar unas carreras de caballos muy afamadas, que un tiempo después dejaron de celebrarse. Pocos, muy pocos edificios, algunos en construcción, algún pequeño chiringuito, y poco más.

Habitualmente había mucha gente, sobre todo los fines de semana, pero apenas se notaba.  Tengo clara en la memoria la imagen de mi familia debajo de la sombrilla, algunos tumbados en las toallas y otros sentados en sillas de tijera que en ocasiones llevábamos a pesar de la incomodidad que suponía hacerlo. Esa imagen se repetía mirando a un lado u otro de la playa, como si fuera obligatorio colocarse de aquella manera: todo el mundo arremolinado a la sombra de la sombrilla, para charlar, para comer, para dormitar, para ver pasar el tiempo.

Mi abuela era una gran cocinera, pero en aquellas circunstancias solía limitarse a lo clásico: su famoso y exquisito picadillo, tortilla de patatas, filetes rusos, y algo de fruta. Mi abuelo aportaba su bota, rellena de vino con gaseosa, de donde bebíamos todos sin excepción. “A comer, que la playa da mucha hambre¡¡”.

Después venía la maldita digestión. Eran dos horas interminables, durante las cuales no nos dejaban ni mojarnos los pies bajo la amenaza de ponernos malísimos, anegados de vómitos, diarreas, y apoplejías peligrosísimas. Claro que había negociaciones. “Mamá, por favor, sólo por la orilla”. “Mamá, por favor, en vez de las 5, puede ser a menos cuarto, ¿no?, ¡qué más da¡”. Pocas veces conseguimos algo positivo.

Esas dos angustiosas horas eran sin embargo la oportunidad para hacer de arquitectos y construir el consabido castillo. Nos mantenía ocupados y, además nos ayudaba nuestro padre, que se ponía el mono de trabajo y nos aconsejaba cómo y dónde erigir la fortaleza, con cubos, palas y rastrillos como herramientas de trabajo. Lo divertido era construir aquello cerca de la orilla. A la par que transgredíamos inevitablemente el veto de las dos horas, luchábamos contra el ímpetu del mar que amenazaba con comerse las murallas y demoler el proyecto. Era emocionante. Además era el lugar de paso de los veraneantes-paseantes, que miraban, a veces detenidamente, e incluso juzgaban la obra. El número y forma de las almenas era variable de un día para otro, pero lo constante era el foso, cuanto mas profundo y por tanto mas anegable por el mar, mejor. Después, a punto de vencer el plazo digestivo y de olvidarnos de nuestra obra maestra, mi madre supervisaba: ”Haced el favor de tapar el foso, que alguien puede meter un pie ahí y tenemos un disgusto”. “¡Hala, al agua ¡”

A veces, durante esa insoportable espera, jugábamos a la pelota con otros niños o con gente mas mayor. En ocasiones se lo tomaban tan en serio que dibujaban el campo de juego en la arena mojada y entonces ya no podíamos jugar. Aquello se había convertido en algo más serio. Se debían de haber apostado algo, tal vez unas cervezas o unos cucuruchos de pescaíto frito. Los veraneantes tenían así la oportunidad de demostrar su sabiduría en el regate o en el desmarque, habilidades necesarias para sobrevivir en aquella España empobrecida.

El viaje de vuelta a casa en la dichosa camioneta era aún más incómodo. De nuevo íbamos como sardinas en lata, pero además llenos de arena, de sal y de mar. Pegajosos y abrasados. Recuerdo que nos gustaba ver como se alejaba la playa, la bahía y al fondo, Cádiz, la tacita de plata.

Éramos, o al menos eso parecía según las crónicas, el típico ejemplo de la clase media emergente de los 60, y ciertamente privilegiada sobre todo en Andalucía. Eran los años del baby-boom, del 600, del milagro económico, de la generación ye-ye, del principio de ETA y de la canción protesta, de la España en manos del Opus Dei.

Estos recuerdos me han asaltado cuando este año he estado en una playa muchos kilómetros de distancia, al este. Aquellas imágenes del verano gaditano han aparecido nítidas y sin querer se han colocado justo al lado de las que contemplaba en esos momentos. No me he resistido ante la idea de compararlas con más de 50 años de distancia entre ellas, algo obviamente atrevido, sin duda divertido, y tal vez fuera de lugar.

 

Playa de Jávea, 2018.

El espacio se ha reducido al máximo, casi ha desaparecido. Edificios de apartamentos hasta casi el inicio de la arena, tiendas variopintas, restaurantes de todas las especialidades, y muchos, muchísimos coches pugnando por encontrar un lugar donde reposar, a ser posible a la sombra, para que a continuación sus ocupantes enfilen el camino que les conducirá al mar.

En efecto, todo ocupado. Los veraneantes revuelven entre las prendas de ropa rebajada en tiendas repletas de gente, o entran cautelosamente en las boutiques, mucho más despejadas. S llega la ocasión, hay que reservar para comer y también para cenar, y es aún más complicado si se trata de más de dos personas. El paseo vespertino se hace entre multitudes, con el riesgo de perder de vista a los más pequeños, que corren inagotables entre la muchedumbre. Lleno, todo lleno.

Pero para ocupación, la mismísima playa. Lo que darían muchas familias por un metro cuadrado de ardiente arena para poder plantar su sombrilla; dudas “¿te parece aquí?”, “no, está muy lejos para los niños”. Ahora existen las hamacas, todo confort, a la sombra, el lugar ideal para echarse la siesta si la chiquillería lo permite. pero alquilarlas a diario constituye todo un presupuesto.

Total, lo de siempre: toallas a la arena, y “niños, ¡al agua patos¡” Los pequeños corren rápidamente hacia la orilla, algo que, al estar la arena sin un hueco libre ni siquiera para posar sus diminutos pies, tiene mucho mérito para no tropezar y caer encima de alguien, aunque, obviamente, supone un mayor riesgo de “arenazo” para quien toma el sol tumbado e impregnado de protección solar. “Señora, dígales algo a sus hijos, que cada vez que pasan por aquí me ponen de arena perdida” “¿No pueden ir por otro sitio?” La persona embadurnada tiene toda la razón, pero la verdad es que se tendrían que ir demasiado lejos para encontrar un lugar más despejado, y no es cuestión de perderles de vista.

Una vez conseguida la parcela de arena, jóvenes y menos jóvenes se disponen a practicar el deporte nacional: mirar el teléfono móvil. Chateo por aquí, el MARCA por allá, noticias económicas o políticas de conocimiento inaplazable, en fin, todo un espectáculo. Se pueden tirar horas mirando, riendo, comentando, y muchas veces, vociferando. Qué alto hablamos los españoles, sobre todo los jóvenes. Y qué poco leemos. ¿Dónde lo habrán aprendido?

Hay poca gente que come en la playa. Unos botes de refrescos o cerveza, unos helados, y alimentos escondidos y envueltos en plástico en esas neveras de tapa azul que parecen por fuera una caja de herramientas. Lo habitual es que se vuelva al apartamento donde esperan los víveres adquiridos en las visitas a MERCADONA, DIA, etc.

El tema del ayuno tras la comida ha pasado a mejor vida. Los chavales no esperan ni cinco minutos después de comer para volver a entrar en el agua. Ignoro si ha habido algún estudio científico más o menos serio, o ha sido un referéndum, por supuesto legal, pero algo ha pasado con este tema al que ya se le ha perdido el miedo y el respeto. Quiero suponer que en aguas más frías que las del Mediterráneo se tendrá algo más de cuidado.

También he visto algunos castillos en construcción. Incluso con algún solícito papá echando una mano a una almena o al inevitable foso. Todo ello a pesar de las dificultades de espacio, algo que favorece que los transeúntes, por supuesto sin darse cuenta, tropiecen con la obra y aquello quede como si hubiera caído la de Hiroshima. Y para más desgracia, la presencia cada vez más numerosa de los Nadal, Federer, Djokovic, que parecen necesitar tres pistas centrales de Roland Garros para demostrar sus supuestas dotes palísticas.  Los agudos llantos y el lógico pataleo del aprendiz de arquitecto despiertan de la siesta al vecino o vecina que se tuesta justo al lado. Es lo que hay.

En fin, estas impresiones, y seguro que muchas otras más que se habrán quedado en el tintero, han llenado la mochila en mi visita a las playas levantinas en este verano. Todo encuadrado en unos momentos muy distintos a los vividos en Valdelagrana: ahora estamos en los años de la generación nini, del monovolumen, de las redes sociales, de la crisis (véase estafa) económica, de la caduca Constitución. Y eso sí, ahora, como antes, España sigue en manos de unos pocos, de muy pocos.

¿Se puede sacar alguna conclusión de esta simple exposición de imágenes y recuerdos?

Probablemente sólo se puedan evidenciar las obvias diferencias derivadas del paso de 50 años, del aumento de nivel de vida y de la propia evolución de la sociedad española. Pero no me diga, apreciado lector, que no es tentador preguntarse si esta familia joven de 2018, con hijos pequeños, con el poder adquisitivo suficiente para irse a un apartamento de la playa 15 días en agosto, es o no es representantiva también de la clase media; es o no es la heredera de aquella clase media de los 60.

No voy a entrar en el concepto y/o definición de clase media, algo muy controvertido y motivo de ríos de tinta, eso queda para los expertos. Se dice que hasta dos tercios de la población en los años 70 y 80 estaba instalada en este grupo socio-económico, que se vino abajo con la crisis (véase estafa), y que ahora representa sólo el 40% de la población. Salvando los grandes cambios de todo tipo entre un momento y otro, y contemplando las atiborradas playas de nuestras costas, ¿será cierto lo de este 40%? Personalmente tengo la impresión que aquellos aspectos más costumbristas, los más sencillos, no han sufrido un cambio realmente tan dramático.

La interpretación profunda de las diferencias, similitudes, razones y expectativas futuras se las dejo a los sociólogos, politólogos y tertulianos, de los que hay muchos, muchísimos. Tantos son que, si se juntaran a hablar en una playa, no tendría sitio para plantar mi preciosa sombrilla.

Lo más evidente es que los niños y las niñas durante este montón de años han permanecido ajenos a la evolución socio-económica de sus mayores. Sin necesitar grandes inversiones, se lo pasaron y se lo siguen pasando en grande, erigiendo fortalezas, repartiendo arena por doquier, saltando por encima de las olas y de los veraneantes-lagartos, y riendo y jugando sin parar. Con un helado o con un bocadillo de chocolate.