Conducía de vuelta a casa. No podía dar crédito a lo que estaba oyendo en la radio. Seguro que es una broma, pensé, y aparqué en cuanto pude.
Habla la ministra de Sanidad en la rueda de prensa posterior al Consejo de ministros. Al parecer, hace varios meses se empezó a observar la aparición de una serie de enfermedades, con sintomatología muy variopinta, y que no obedecían a una causa conocida. Muchos casos evolucionaban hacia la gravedad, y algunos pacientes fallecían. Se ha investigado exhaustivamente con la colaboración de la Instituto Nacional de Toxicología, Dirección Nacional de Salud Pública, el Centro de Alertas y Emergencias, el Instituto de Salud Carlos III, Policía Nacional y Guardia Civil. Se han acumulado muchos datos, informes médicos, informes de autopsias, opiniones de expertos, etc.
Los resultados preliminares apuntan a que, una vez descartada la causa infecciosa, estas enfermedades deberían estar más en relación con una causa tóxica. Y se ha llegado a la conclusión de que el origen puede estar en todas aquellas piezas que tapan o cubren los alimentos y líquidos que habitualmente se venden en las tiendas de alimentación, y que consume la población.
Los estudios efectuados en ratones han demostrado que los tapones de corcho dejan un residuo en el líquido que pretenden proteger, y que luego bebemos. Ese residuo es altamente tóxico, provoca un cuadro de dificultad respiratoria progresiva que a veces es muy grave. Con los tapones de plástico y de cristal ocurre lo mismo: nanopartículas de cristales se van depositando en nuestro organismo, y sobre todo en nuestros riñones, que, al poco tiempo, dejan de funcionar. ¿Y qué pasa con las chapas? Pues también. Esta vez son grandes cantidades de metales pesados las que inundan el torrente circulatorio y pueden provocar infartos de miocardio fulminantes. Con las latas de conserva hay más dudas, pero hay una fuerte sospecha que puedan ser causantes de una sintomatología digestiva muy abigarrada. Sigo sin creérmelo. No puede ser verdad.
La ministra continúa su informe. Se ha comprobado que los productos, antes de su cierre hermético en el envase correspondiente, están en perfectas condiciones. Es una vez que se tapan cuando, al cabo de un cierto tiempo, se contaminan con las partículas descritas con anterioridad. Algo se está haciendo distinto en estos meses para que se haya producido este envenenamiento. Antes no pasaba esto. Mientras tanto, y viendo las preocupantes estadísticas disponibles, hay que tomar decisiones rápidas y drásticas. Desde hoy mismo deja de venderse cualquier recipiente de cristal, plástico, madera, metal, etc. que esté tapado, y que contenga un producto consumible. Las empresas decidirán si envían a los puntos de venta sus productos sin tapar. Se prohíbe la fabricación de cualquier elemento tipo tapón, del material que sea, y de cualquier formato. Ya se ha empezado una revisión exhaustiva de su manufactura. Control exquisito de la población que haya consumido productos envasados o enlatados en los últimos 15 días. Tendrán revisión preferente por su médico de cabecera. Por supuesto, cierre de fronteras terrestres, puertos y aeropuertos. Sólo serán unos días, concluye la señora ministra.
Las empresas entran en pánico. Nada ha cambiado prácticamente desde que los tapones de corcho los inventara en el siglo XVII un monje (tenía que ser) llamado, por cierto, Dom Perignon. Ninguna se plantea volver al tiempo de los árabes y romanos, que tapaban sus recipientes de vino o de aceite con trapos untados de tierra y grasa. Y tampoco contemplan volver a fabricar las chapas a mano, como en su tiempo (1892) lo hizo su prolífico inventor irlandés, William Painter, quien no sólo inventó el tapón coronado, que así se la llamaba, sino también el abrebotellas. Lo cierto es que las empresas han tomado la decisión de sacar al mercado sus productos sin tapar, sin tapones ni chapas, a pelo. Asumen que el contenido puede derramarse por el camino, o contaminarse antes de llegar al cliente.
Una semana después, estoy comprando en el super. Ya todo aparece destapado. El agua, los yogures, la Coca Cola, la botella de vino y las latas de sardinas. Los primeros productos damnificados son el cava, el vino, la cerveza, los refrescos con burbujas y el agua con gas, que ya no se venden. Se ven muy pocas latas de conserva. La gente va despacio por los pasillos, con exquisito cuidado para no tropezar, ni siquiera rozarse con otros clientes, y derramar lo que han comprado. Pero lo cierto es que el super da asco verlo: charco de leche por aquí, o de aceite al 0,4% por allá, o de tomate natural pelado, o de kéfir saludable. Los empleados y empleadas se afanan en limpiar todo lo antes posible, pero no dan abasto. Los clientes y clientas se resbalan, chillando, insultando al gobierno, o pidiendo una ambulancia. Otros se esconden en algún rincón y allí mismo se beben su cervecita, o se comen un bocadillo de caballa; y de postre, unas natillas caseras. La situación es ciertamente dantesca.
Me cruzo con una señora que lleva mascarilla, y empuja con una mano el carro de la compra, y lleva en la otra una lata de atún claro. Señora, perdone, pero lo de la mascarilla era para la COVID, esto no es un virus. Mire usted, dice la buena señora, yo me la pongo por si acaso. Y haría usted bien en ponérsela, que el vinito que lleva ahí a lo mejor está contaminado y expulsa vapores tóxicos.
En pocas semanas, el orden público se altera. Las salidas de las fábricas de bebidas gaseosas, y las bodegas de vino, están acorraladas. Centenares de personas impiden que los camiones de reparto salgan a los mercados. Los asaltan, y se llevan los productos a sus casas. Recién embotelladas, sin tapón, pero aún con fuerza gaseosa. La Policía y la Guardia Civil no tienen recursos suficientes para impedirlo.
La situación se torna ciertamente apocalíptica en todo el país. Un diputado, durante el Pleno, abre una botellita de agua con gas. Su sonido origina un enorme revuelo y por poco es linchado allí mismo, junto al león macho de la puerta de las Cortes. Un cura de un pueblo de Salamanca lleva más de 48 horas sin poder salir de la iglesia. Sus feligreses rodean el templo. Un monaguillo se ha chivado: le vio escondido en la sacristía; allí abrió un botellín de cerveza artesanal del mismo pueblo, y se la zampó con una bolsa de Pringles, para más INRI.
Casi un mes tras el inicio de la prohibición, el gobierno, al fin, anuncia una medida que, dicen, puede ser definitiva. Por un lado, se levanta la prohibición de fabricación y venta de tapones, sin obligación de variar formatos ni composición, lo que provocará sin duda una fiesta en las empresas fabricantes. Por otro, a la hora de adquirir estos productos embotellados o enlatados, se establece la obligación de enseñar en el correspondiente establecimiento un certificado de la farmacia como que se ha comprado Sinairona®. El gobierno asegura que esta nueva molécula, fabricada por la empresa española Hispaspeed S.L. en tiempo récord, evita la consiguiente intoxicación con una seguridad próxima al 90%. Una cápsula cada 8 horas es suficiente. Da igual la clase de tapón, chapa o lata. La Sinairona® vale para todos los casos. No se ha probado, eso sí, en la edad pediátrica, ni en mayores de 80 años, tampoco en embarazadas, ni en personas con enfermedades oncológicas, ni con más de 90 kg de peso. Los efectos indeseables inmediatos son prácticamente nulos, y los que puedan aparecer después se desconocen. Las cápsulas se venden en bolsitas de plástico cerradas con un nudo. Se agotan en 48 horas.
Unas pocas semanas después, las UVI’s están vacías, la hospitalización en niveles normales, y apenas hay rastros de aquellas enfermedades tan agresivas. La Sinairona® ha dado resultado. El país, incrédulo siempre con sus propios logros, queda boquiabierto. El gobierno también. Europa nos pone en un pedestal. Hay quien dice que ha sido el estertor final de la COVID. Otros, que ha sido un episodio más del cambio climático, que vendrán más. Y otros muchos, la mayoría, le echan la culpa a Putin.