Es difícil ponerse en la piel de un animal. Obviamente es imposible en el caso de los cuadrúpedos, o los que viven en el agua, o se desplazan por el cielo. Imposible por mucho que imaginemos. Antes, nos asaltaría un lógico sentimiento de envidia al no poder disfrutar de corales o paisajes infinitos como ellos lo hacen. Incluso en el caso tan cercano como el de los primates. Existe un serio problema: su vida se desarrolla en los árboles. ¿Qué pasaría entonces con esa multitud de personas que tiene vértigo, o mal de altura, o que simplemente son torpes a la hora de manejar o exigir a su cuerpo trepar por un tronco? Tendrían que vivir con las patas en el suelo, con el consiguiente peligro de ponerse al alcance de los predadores, y con la consiguiente marginación del resto del grupo.
Tal vez por esta dificultad de ponernos en su lugar, nuestra relación con ellos es dispar. Bien nos desembarazamos de ellos de distintas maneras. Los cazamos, para comer o por placer, a veces con claros signos de maltrato e incluso de tortura. Pero también les cuidamos hasta el final de sus vidas, a veces de una forma tan intensiva como si fueran de la familia. Y lo terminan siendo.
Bien, a la hora de hablar sobre el caracol, estas consideraciones tienen sus peculiaridades. Nos encontramos precisamente en su momento más vital: tormentas, buena temperatura, humedad en su medio. Es el momento de reproducirse. Curiosamente, son unos hermafroditas que necesitan tener relaciones con otro caracol para poner huevos y así tener descendencia. Y les debe dar igual quien haga de dador o de receptor. El caso es mantener la especie. Nada importa si se invaden jardines, parques, o terrazas. Y aquí llega el humano, su gran depredador, su enemigo número uno que libra una batalla desigual para librarse de su presencia.
Viniendo del ser humano, lo esperable es cazarlo y después comérselo. Y siempre aparece el consabido mantra: “Bueno, lo que está rica es la salsa, no el caracol” Es una ofensa en toda la regla. O sea, que después de cazarlos y de cocerlos a lo vivo, resulta que lo que más nos gusta es la salsa. ¡Qué poca consideración! Casi es mejor que el animalillo pase a mejor vida con un pisotón. Esta acción, consciente o inconsciente, suele ocasionar una sensación desagradable al oírse ese crunch de la rotura de su concha protectora. Listo , se acabó. Eso sí, nadie se preocupa del habitante de su interior.
Últimamente me he enterado de un método de extinción mas sofisticado y sin duda mas respetuoso. Consiste en darles algo que le gusta mucho: cerveza. Un recipiente con una buena cantidad de tan rico bebedizo, y allá que van. No hace falta que sea una cerveza especial, ni belga, basta una normalita del supermercado. Y puesto el cebo, lo más frecuente es que, atraídos por el arma de la malta, caigan dentro del contenedor y se ahoguen. ¡Ojo!, es posible que en los próximos milenios, su carga genética se especialice en las artes natatorias y sean capaces de beberse una caña sin rechistar. Será entonces el momento de observar a un caracol borracho. Todo un espectáculo. Él, todo lentitud y parsimonia, chocándose por el jardín con los aspersores, con los juguetes de los más pequeños, o con el perrito que, tranquilamente tumbado, disfrutaría alucinado con la función.
Tal vez lo más frecuente, si molesta su presencia en nuestro entorno, es apartarlo lejos de donde estamos de un manotazo, o bien cogerlo, con dos dedos y con cara de asco, y arrojarlo con todas nuestras fuerzas lejos de allí. Me imagino que no pensamos en lo que puede ocurrir ahí dentro con tamañas agresiones. Y si lo pensamos, las disculparemos: “¡pero si tiene concha!, no le pasará nada”. Pero pongámonos un instante en el lugar de la víctima. Recostado dentro de su caparazón, todo protegido por sus babas, relax total. De pronto es lanzado como un Sputnik a varios metros de distancia. Sin avisar, sin casco protector en su cornuda cabecita, expuesto a partirse algo al volver al suelo. Y cuando aterriza y logra colocarse de forma correcta, ya que no se suele caer por así decirlo, de pie, se encuentra en otro lugar del que desconoce sus condiciones, a lo mejor sin agua, sin sol, ni verde. Es como si a nosotros, los humanos, nos hubieran lanzado a Nairobi en 3 segundos. “¡Hala, a vivir como puedas!” Menos mal que nuestro amigo no para quieto. Y allí donde esté, milímetro a milímetro, irá avanzando hacia una meta, que puede ser un pequeño charco de agua, una hoja verde, o el alimento que los humanos dejamos para otros animales. Todo eso le vale.
Si pensamos en otro animal, esta necesidad de deshacernos de él, pasaría por avisar a la autoridad competente, o directamente llevárnoslo a casa o avisar a un zoológico. No es el caso del caracol. Suponemos que va a sobrevivir, como mucho tres años, que encontrará un refugio durante el invierno, pondrá su tapón de moco, y a hibernar. En el fondo, lo consideramos un ser fuerte, resistente y bastante atrevido.
Es obvio que de estas aventuras del caracol, las podría compartir con las de otros muchos animales. Pero me he decidido por este. Tal vez animado por unos dibujos que pongo a continuación, y que han confirmado mi simpatía por esta peculiar criatura.
La escena épica del combate del caracol contra el caballero es inusualmente común en los manuscritos medievales ingleses, pero el hecho de que sea tan frecuente no quiere decir que estos dibujos dejen de ser extrañísimos, prácticamente indescifrables. Nadie sabe, a ciencia cierta, qué significan.
Hay, no obstante, varias interpretaciones. Una de ellas es que estos valientes caracoles podrían significar una denuncia sobre la opresión social (representando el enfrentamiento entre pobres y aristócratas); o también la consideración del caracol como una peste que invade los jardines y que habría que combatir, o un contraste entre armaduras: la natural, concedida por la sabia naturaleza, y la artificial, fabricada por el hombre.
O simplemente podría ser una caricatura, una curiosa muestra de humor medieval. Después de todo, ver a un caballero peleando con un caracol, no deja de ser algo gracioso.