En los últimos días ha venido por aquí un grupo ciertamente simpático.
Llevo siglos y siglos viendo a gentes que se acercan para ver mi color, el estado de mi carácter, mi rotura, mi destrozo en mil espumas en las playas o en las rocas, en fin, todo aquello que se espera ver cuando alguien mira hacia el mar infinito.
Este grupito de cuatro personas, no ha hecho nada llamativamente distinto, pero sí ha habido cosas peculiares en su visita, desde mi marítimo punto de vista, que quisiera comentar aquí.
Lo primero es que han recorrido mi costa desde el mismísimo borde terrenal, siguiendo lo que por aquí llaman caminos de ronda. Estos senderos más bien estrechos, habitualmente de tierra, pero también de piedras, arena o puro cemento, discurren pegados a mi costa. Es, sin duda, la mejor manera de conocerme, de percibirme. Y, claro, si no hay un túnel que lo alivie, que los hay (pocos), el camino salva las alturas con escaleras. Mi querido cuarteto ha subido y bajado cientos, tal vez miles de peldaños de distintas alturas, atacando tramos de escaleras que podrían calificarse de escalofriantes. Han sido valientes, sin lamentos, sin dimisiones.
En la cúspide estaba el premio: parada, inspiración profunda, fotos por doquier, posando, de frente, de perfil, de espaldas, mirándome y señalándome con el dedo a propósito de algo que haga retrasar unos minutos la inevitable e inmediata puesta en marcha: mis rocas, mis burbujeos, mi transparencia, mis barcos (algunos de tamaño tal, que parece milagroso que se sostengan encima de mí, aunque de buena gana lo haría si fuera responsable de la basura que se arroja a mis entrañas).
Otra peculiaridad de mi grupo: casi nunca iban juntos. No es lo habitual, y me ha sorprendido. En este caso, siempre había una persona delante, a cierta distancia del resto, caminando con más ritmo, con más intención, podría decirse, y eso que era el más delgadito de los cuatro. Al cabo de un tramo, coincidiendo muchas veces con algún punto de vista espectacular, mirador, promontorio o atalaya, el escapado se paraba y esperaba la llegada del pelotón. Unas palabras, unas tiritas en los maltrechos pies, y ¡adelante! Al poco tiempo los veía de nuevo en formación 1-3.
De repente, llegada una hora relativamente constante durante todos los días, se alejaban del camino, y a veces les perdía de vista. Solían caminar un poco por los pueblos que adornan mi litoral: pequeños, quietos, esos que paladean cada ola, cada alga.
Cuando lograba verlos, lo que hacían es que se sentaban en algún lugar cerca de mí…. a comer. ¡Voto a Neptuno, mi dios romano, qué manera de tragar! Sería el ejercicio realizado por la mañana, escaleras arriba y abajo, sería que eran simplemente unos triperos, pero lo cierto es que se pusieron las botas. Y por lo que ví desde aquí, comieron sobre todo arroz. Y, por las expresiones de sus caras, les gustó bastante, salvo en un sitio, donde no pusieron buen gesto.
Pero he decir que estoy bastante disgustado. Han comido muy poco pescado. Tanto mar, tanto mar, y después……arroz. Es que es una pena, porque tengo un pescado muy bueno, yo hago lo que puedo: le mimo, le doy de comer cosas ricas, y, bueno, será caro, no lo niego, pero está exquisito. Querrían comerse el recién cogido, ese que bucea libre por aquí. Claro, son muy listos los cuatro comilones.
Pues eso, comer, de lo lindo. Pero, ¿y dormir? Desde luego, yo los veía llegar a mi vera a media mañana. De madrugar, nada de nada. Cuento con el desayuno, que, conociéndolos, seguro sería de toma pan y moja. ¿Había que coger fuerzas para la inapelable caminata? De todos modos, yo creo que se levantaban tarde. Debían estar en un lugar confortable, y me parece que cerca de Begur, ese lugar encaramado en torno a un castillo, con cientos de casas sembradas por la montaña aledaña.
La otra posibilidad, es que se durmieran tarde. Poseidón, mi dios griego, me dijo en una ocasión que las gentes humanas gustan de jugar por la noche a variopintos pasatiempos. Y además me dijo en voz baja que se suelen tomar algún tipo de bebedizo, para pasárselo aún mejor. Con toda seguridad, esto les hacía dormir a pierna suelta. Y, claro, cuando Helios y Apolo, se desperezaban y ponían el alba a funcionar, les pillaba en sus escondites.
Yo creo que van a volver. A pesar de las escaleras y de las curvas, que también han sorteado en una buena cantidad. De hecho, las caras de algunos del grupo me sonaban, como si hubieran venido ya más veces. Si repiten por algo será. Deseo profundamente que la próxima vez prueben más de mi pescado. Yo me comprometo a reservárselo en alguna pequeña cala, escondida, solitaria, donde solo se me oiga a mí, discurriendo despacio hacia la orilla.