Día festivo. Vamos a visitar a una amiga que vive en la sierra de Madrid. Se avecina un día de campo, relajante, contacto con la naturaleza, tomaremos el sol y buena comida. Poco más se puede pedir.
Estamos en medio del campo. Ni un edificio a la vista. Llevamos una hora parados en la autovía. Parados con los motores en marcha (los que no se apagan automáticamente) por si se avanza unos centímetros. Decenas de motocicletas, todas de gran y ruidosa cilindrada, evitan el atasco circulando por el arcén derecho y entre los paralíticos vehículos. La escena es, al menos, ridícula, surrealista, irritante. Lejana, desde luego, de significar una buena calidad de vida, de estabilidad y progreso.
Algunas personas nos bajamos de nuestro coche para ver si se veía algo que nos diera alguna pista sobre lo que estaba pasando, alguna luz intermitente que delatara la presencia de una autoridad policial o sanitaria, alguna columna de humo, una media maratón (o entera), un rebaño de apacibles ovejas atravesando la autovía…Nada de nada. Sólo coches, muchísimos coches. Y campo.
Me acerco a conversar con la mujer que conducía el vehículo de delante del mío, que también ha salido del suyo con gesto desesperado, y le digo: «A lo mejor hay que limitar la circulación de vehículos. Como cuando hay mucha contaminación. Las matrículas pares podrán los días pares, y las impares los demás días. ¿Qué le parece?»
Mi sabia compañera de aquella absurda situación, no dudó un instante: «Bueno, entonces la mitad de quienes estamos aquí, estaremos en Madrid. Muchos iríamos al Retiro, por aquello de estar en contacto con la naturaleza, aunque no se podría dar un paso de la cantidad de gente paseante. Otros, guardaríamos colas interminables para ir al cine o para cenar en algún restaurante. ¿Cuántos nos quedaríamos en casa?»
No supe responderla. Y suspendimos de inmediato la conversación porque nos reclamaban unos 3 metros de avance, y no era plan que se nos colara algún listillo o listilla. ¡Qué espanto! ¡Qué barbaridad!
Mientras estábamos hablando, me di cuenta de que dos enormes aves rapaces (tal vez dos águilas) sobrevolaban a baja altura la interminable fila de vehículos. Mi imaginación me susurraba que estaban vigilando, por si alguien sucumbía a la tesitura y sufría un infarto, o le asaltaba un ataque epiléptico, algo letal en ambos casos dada la imposible llegada a tiempo de las asistencias sanitarias más cercanas.
No daba crédito a lo que estaba viendo. Unos metros más allá, medio escondidos entre unos matorrales, estaban los dos robots más famosos del celuloide reciente, C3PO y R2-D2. Salí del coche y me acerqué. Les pregunté qué estaban haciendo aquí. Me contestaron que habían sido enviados a la Tierra para evitar que sus propios habitantes acabáramos con ella. Entendí que me dijeran que, viendo la escena campestre, llena de tubos de escape humeantes, colillas de cigarro arrojadas por las ventanillas, e incluso alguna lata de cerveza, igual se lo pensaban dos veces y se volvían a su planeta, el de aquella galaxia tan lejana. Y empezaron a caminar a campo través exclamando “¡que os den!”.