Hola. Fue hace tres años y un mes. Ese día me despedí de ti como trabajador. De forma algo brusca, lo sé. No se puede decir que en aquella ocasión tuviéramos una verdadera conversación. Fue más bien un monólogo, aunque, obviamente, no esperaba respuesta por tu parte. Lo cierto es que aquello se transformó en el primer relato que se infiltró en mi recién nacido blog (https://elperiplo.es/jubileo/).
La casualidad, o a lo mejor no tanta, hace que vuelva a saludarte también en un momento meteorológico inhabitual. Entonces, me recibiste escondido detrás de una espesa niebla. Probablemente no te apetecía verme. O fui yo mismo quien esparció ese humo de agua para envolverte la jeta. Ahora luces más blanco que nunca, rodeado del regalo visual que nos ha dejado Filomena. Te he visto orgulloso, superviviente con buena nota a un año terrible, y ahora dispuesto a sacar adelante una nómina de ingresos engrosada a costa de esguinces y fracturas. Lo lograrás, estoy seguro, y con sobresaliente.
De aquella despedida, paso hoy a hacer cierto balance de nuestra relación en estos tres años. Es como si una pareja, tras separarse, hicieran inventario de lo que ha sucedido desde que, de común acuerdo o no, decidieran tomar caminos distintos. Lo sé, un nuevo monólogo. Ojalá me pudieras responder.
Por ejemplo, me podías preguntar si te echo de menos. Pregunta crucial en estas situaciones, y que pocas veces recibe una respuesta sincera. Yo voy a intentarlo: NO, EN ABSOLUTO. Y no entenderás cómo es posible después de tantos años juntos. ¿Te extraña? Anda, no te asombres tanto y cierra tus bocas de entrada y salida, que hace mucho frío. Todo tiene su explicación. Es verdad que, durante muchos meses tras mi marcha, estuve preocupado por no sentir morriña, nostalgia o incluso pena…o culpa por haber tomado yo esa decisión. Pues nada de eso, amigo, nada de nada.
Entonces dirás: ¿qué queda de nuestra relación de más de 30 años? Voy a seguir siendo sincero contigo: POCO. Vamos por partes.
Cuando se aprende a montar en bicicleta con un buen maestro, y no se tienen grandes trompazos durante el amaestramiento, lo de darle al pedal nunca se olvida. He de reconocerte que fue en tus entrañas donde aprendí. Me diste cobijo y herramientas, alguna en forma de excelentes profesionales. Otras, aprovechando tu cierto prestigio. Y crecí. Y me apliqué tanto, que ahora siento, que tengo, un poso, un sedimento que me permite opinar y aconsejar, tres años después de mi marcha, con suficiente seguridad. No obstante, soy consciente de que el tiempo pasa, como dice la canción, y el mantenimiento se complica cuando se está lejos de la cotidiana exigencia.
Estos tres años lejos de ti, han servido también para confirmar algo que la escuela de la vida te arroja a la cara sin piedad. Durante los años que pasé en tus consultas, pasillos, cafeterías, quirófanos, etc, conocí a muchas personas, algunas con mayor intensidad o satisfacción que a otras, pero la realidad es que con quienes me encantaría ahora mismo tomarme una cerveza se reducen a un pequeño grupo. No voy a pormenorizar, ni a meterme en un terreno en el que me juramenté no entrar, al menos en este momento, dada la diversidad de sentimientos que me provoca. Sólo te diré que ese grupo es a quien mis recuerdos o necesidades recurren cuando te entrometes en mi vida por cualquier circunstancia. Asumo mi cierta dejadez a la hora tener iniciativa en este otro mantenimiento, pero hasta ahora, me siento suficientemente bien viendo que el mutuo intercambio de información perdura.
Todas las personas tenemos en nuestro cerebro, unos recovecos, unos escondrijos más o menos extensos, donde se alojan y perviven sin esfuerzo recuerdos y vivencias de todo tipo y condición. En uno de esos escondites fue poco a poco asentándose unas gentes muy especiales: aquellas que nos han dado, a ti y a mí, las mayores alegrías y también los disgustos más espantosos. Ahí permanecen, en un rinconcito de mi cabeza, y no tienen la menor intención desaparecer. Ya sabes de quienes te hablo. Son aquellos renacuajos que, junto a sus padres y sus sanitarios, pelearon a brazo partido por salir adelante. Y ya ves, lo hicieron tan bien, que ahora los ves por tus pasillos convertidos en una verdadera pandilla, una peña de personas adultas luchadoras empedernidas por conseguir y mantener su propia normalidad, y conocedoras de lo que cuesta mantenerse a flote, física y mentalmente, con enfermedades como las que llevan en sus mochilas desde que nacieron. Su orgullo es el mío. El nuestro.
Bueno, compañero de fatigas, me despido de ti. He comprobado en estos últimos años que pocas cosas han cambiado. Ni siquiera las necesidades impuestas por situaciones sanitarias límite han supuesto una apuesta decidida por la sanidad que tú representas. Anima a quienes tienes ahí dentro, curando a la gente; son lo mejor. ¡Cuídales!
La próxima vez, si la hay, a lo mejor te escribo en el entorno de un monzón, o de un violento tornado. Espero, en fin, que entonces sigas a flote, o a lo mejor te has reconvertido, o teletransportado. En todo caso es difícil que me olvide de ti. ¡Un saludo!