Este verano me he dado cuenta definitivamente de que tengo un problema con algunos sonidos. Yo los llamaría ruidos, término más despectivo, que cuadra mejor con las consecuencias que provocan en mi estado de ánimo: irritabilidad, “pseudocabreo” o simplemente un desagradable asombro La mayoría no tienen solución, ni siquiera alternativa válida; otros tal vez se podrían modular e incluso evitar. No suponen nada grave, por supuesto, ni limitan la actividad que esté haciendo en ese momento, pero esa, digamos, molestia apreciable, me ha llevado a investigar.

La hiperacusia es un trastorno auditivo debido a un aumento de la sensibilidad o a una disminución de la tolerancia a sonidos que no molestarían a la mayoría de los individuos. La persona siente lo que oye como si se estuviera emitiendo a un volumen mucho más alto del que en realidad se está emitiendo.

La misofonía —del griego μίσος mísos ‘aversión’ y φωνή foné ‘sonido’— es una intolerancia selectiva a los sonidos cotidianos producidos ya sea por el cuerpo de otras personas, como comer, sorber, toser, masticar, o también por los sonidos producidos al utilizar esas otras personas ciertos objetos.

Como en otros muchos casos en el ámbito de la salud, estas alteraciones son de difícil diagnóstico, y los estudios sobre su tratamiento siempre llevan al sofá del o de la psiquiatra, y a unas pastillas cada 8 horas. Lo mío parece una mezcla, desde luego incompleta, de estos llamados trastornos de intolerancia auditiva. Eso me parece.

He aquí algunos escenarios donde, en mi caso, esto se pone de manifiesto.

Escenario 1. 

Una cafetería cualquiera, normal, en la que las mesas de los clientes están en el mismo espacio que la barra y por tanto de la actividad de quien o quienes están trabajando detrás de la misma. Dentro de este mismo escenario, pueden aparecer varios actos, o cuadros, o escenas. Veamos.

En un momento determinado, ocurre: el lavaplatos ha terminado. Y hay que recoger platos, vasos y cubiertos y colocarlos en su sitio. Ahí empieza todo. Ahí empieza un sonido tremendo, eterno, donde los platos chocan entre sí para apilarlos correctamente, donde los vasos les ocurre lo mismo para tenerlos ordenados en la correspondiente estantería, y donde los cubiertos se arrojan o colocan según la variedad correspondiente. Los cuchillos con los cuchillos, las cucharas con las cucharas. Es difícil encontrar las correspondientes onomatopeyas que ilustren estos sonidos, pero hasta que se termina todo de colocar, el ruido es ensordecedor, y lo tolero mal. Poca solución. Hay prisa por terminar.

¡Marianoooooo, dos con leche! Como si un camarero estuviera en Getafe y el otro, el de la barra, en Lugo. Entonces aparecen unos ruidos característicos y concatenados. Todo puede empezar con la molida del café, algo no muy habitual, pero que si se produce aporta una buena dosis de estridencia. A continuación, la cazoleta que contiene el último café hay que vaciarla, y no hay otra solución que darle unos tremendos golpes en el borde de un depósito para que su contenido caiga dentro. Sale el café que ya aporta su cuota ruidosa. Pero después, para el final, queda lo peor. Queda la leche. La leche se calienta en una jarrita de acero inoxidable con el vaporizador de la máquina expreso, dándole al café una capa cremosa de espuma, que incluso puede tener un toque artístico. El caso es que el ruido es característico, y molestísimo. Afortunadamente no tarda mucho en calentarse la dichosa leche…con espumita. Menos mal. Y, claro……¡Pacooooooo, los cafés! Sin solución: una mecánica que se repite de forma inexorable.

Una mesa cercana está preparada para, al menos, 30 comensales. Van llegando poco a poco. Si son de la misma oficina, no pasa apenas nada, pero si hay gente que no se ve desde hace tiempo, los gritos, aspavientos, sillas que se deslizan por el suelo, abrazos y besos, ocasionan tremendo follón. “¡Estás igual que siempre, Begoña¡ (la verdad es que está mucho más vieja que yo)”. “¡¡Un abrazote, Fede!!” El abrazote es de tal calibre que parece que están participando en un concurso para ver quien da el golpetazo más violento y sonoro en la espalda del amigo de siempre. Los abrazotes se extienden como una mancha de aceite. Luego vienen los vermuts, las cañas, y el desmadre sonoro ya está asegurado en el tiempo de los aperitivos. A nadie se le pasa por la cabeza hablar más bajo. O, por ejemplo, no cuesta nada levantarse un instante y decirle lo que sea, pero cerca, a la persona del otro extremo de la mesa. Pero no, hay que pegarle un berrido que, dada la distancia, habitualmente hay que repetir. Después decimos que nuestros pequeños chillan. Los abstemios también se dan abrazotes.

Escenario 2.

Una de esas terrazas tan apacibles y agradables del verano español. A rebosar de gente. De repente se empiezan a oír gritos. Como unos resortes, los “locos bajitos”, que diría la canción, se levantan de sus asientos y empiezan a corretear haciendo slalom entre las mesas. No siempre juegan a “tú la llevas”, que sería lo suyo. Solo corren, chillan, juegan, al fin y al cabo. Ni uno solo de sus relajados progenitores les agarra de donde pueden y les dice, al menos, que NO SE CHILLA. Sé que las batallitas de los años 60 no sirven ahora, pero una buena idea sería que ofrecerles un papel, incluso de una servilleta, aunque estuviera un poco manchada de la tinta de los calamares, y unos bolis para que la gente menuda se entretuviera. “Ves, Borja, los niños chillan porque nosotros en casa también hablamos muy alto y chillamos, y….” A lo que Borja responde: “Bueno cari, yo hablo así, y mis padres hablan así también. Ya vale. ¡A ver lo que duran pintando!”

Escenario 3.

Hace mucho calor. Aparcado a la sombra, esperando a Mar que está en el fisioterapeuta. Me dispongo a perderme en las redes cuando, de repente, un ruido ensordecedor, y ciertamente familiar, pero muy molesto, aparece muy cerca. Es la máquina cortadora de césped de un pequeño jardín, justo enfrente del coche; a 50 metros. Trato de no darle importancia. Es cosa de mala suerte, Luis. Calma. Claro, la persona que está trabajando con la cortadora tiene unos buenos auriculares, amarillos, por cierto, muy bonitos, grandes y protectores, como debe ser. A mí sólo me protegen los cristales del coche, y no son suficientes. Así que me voy. A pesar de la sombra y del riesgo de no encontrar otro sitio, huyo. Ahora estoy en segunda fila y al sol.

Escenario 4.

Salgo a la calle a hacer un recado. Agosto, 30 grados. Madrid es una pura obra insufrible. Por todos los lados hay enormes máquinas taladrando, excavando como si fueran en búsqueda de una momia faraónica, acumulando escombros, haciendo mucho ruido y levantando muchísimo polvo.  No voy a entrar en si la obra es necesaria o no, de si la coincidencia de las mismas losetas en todos los rincones de la capital es eso, solo casualidad. La excusa del momento, cuando hay más gente fuera, hay que revisarla. No hay más que ver a los obreros parados, enjugándose el sudor y bebiendo agua. Es de suponer que así la obra se eterniza. Y el ruido también. Paso rápido y de puntillas entre los escombros. Siento el estruendo por debajo de mis pies.

Escenario 5.

Transporte público. Metro o autobús. Al habitual trío sonoro del motor + aviso de parada + tráfico, últimamente se añade un elemento más. No es en verdad un ruido estándar. Es más bien un runrún, algo incómodo, que no quieres oir. La persona sentada a mi lado o enfrente está hablando por el móvil. Y está hablando a un volumen tal que todo el autobús o todo el vagón oye la conversación. “Pues mira, tío, no fuerces la cosa, a lo mejor no te conviene”. Sí, cosas tan personales como esta que comento. Yo miro para otro lado porque no puedo oír para otro lado. Claro, yo concibo esta situación en otro escenario, como mi casa, el campo, e incluso con la compañía de otras personas de mucha confianza, conocedoras del tema del que se está hablando, y que incluso podrían aportar algo a su resolución. Pero sigue y sigue, hasta que por fin cuelga. Pienso en levantarme y cambiar de asiento, o ponerme de pie. Pero quedaría muy feo, y, total, iba a seguir oyendo el drama. Tal vez la intimidad y la discreción no sean valores de importancia para algunas buenas gentes.

Resumen. Bueno, no sé si me tengo que ir a la consulta de Psiquiatría o comprarme unos auriculares vs tapones que utilice cuando sospeche que me pueda tener que enfrentar a una situación ruidosa potencialmente peligrosa. Tal vez, y esto lo diría la mayoría de la gente, todo sea culpa de la edad. Probablemente. Lo que me consuela es que hay cosas que disfruto escuchando, como el estruendo de las olas al estallar en la arena de la playa, o un buen blues cantado a pleno pulmón, o el gol de la victoria de mi equipo favorito logrado a dos minutos del final del partido. O sea, que está claro que esta intolerancia de cascarrabias es selectiva. Pues vale.