Nuestra intención estaba clara: pasar la nochebuena de otra forma. Al menos en un entorno no habitual, lejos de compromisos y aglomeraciones.
La cosa no pintaba mal. Ya el nombre del lugar donde nos citamos con nuestra amiga Carmen causaba honda impresión a quien nos lo preguntaba. ¿Cómo dices que se llama donde vais? Se llama BADOLATOSA. “Ya. ¿Y eso dónde está?, si se puede saber”. En la provincia de Sevilla, esquina a la de Córdoba y semiesquina con la de Málaga.


Como otros muchos de aquellas comarcas, el pueblo está rodeado por el ejército. Más bien por muchos ejércitos. Innumerables legiones verde oliva, perfectamente dispuestas, con la distancia exacta entre un soldado y otro. Miles, cientos de miles de reclutas sin un capitán que les mande. Allí están, con sus patas retorcidas, pero tiesos, aguantando calores sofocantes y heladas invernales. Ofreciendo su fruto a quien se atreva a esforzarse en recogerlo.


La carretera hasta Badolatosa pasa antes por otro con nombre también muy peculiar: Jauja. ¡Esto es jauja!, se dice cuando se refiere a algo placentero y abundante. Y parece ser que la ciudad de Xauxa, reducto arqueológico del imperio inca, rebautizada por Pizarro en el siglo XVI, llegó a ser importante por los rebosantes recursos naturales que poseía. Había de todo, y en abundancia. Años más tarde, el dramaturgo andaluz Lope de Rueda fabuló con ello en su obrita (paso) “La tierra de Jauja”, donde había dos arroyos, uno de leche y otro de miel, donde se pagaba a la gente por dormir allí, se castigaba a los que trabajaban, donde los árboles daban buñuelos y chorizos en vez de fruta, y donde las calles estaban pavimentadas con yemas de huevo o por piñones. No cabe duda de que a la propagación del mito contribuirían los cuentos de Calleja, libritos minúsculos de unos 5 cm que fueron reeditados en la postguerra para alegrar la existencia de los niños. Uno de aquellos ejemplares estaba dedicado a Jauja. Saturnino Calleja (1853-1915) fue editor, pedagogo y escritor. De su propia cosecha fue el remate de los cuentos: «Y fueron felices y comieron perdices», y la repetida expresión «Tienes más cuento que Calleja», reservada para aquellos que inventan historias a una labor no realizada o aplazada. En fin, nada que ver con nuestra Jauja cordobesa, pueblecito a orillas del Genil que nada se diferencia de los de su entorno, a pesar de que sus habitantes aún reivindican a su pueblo como inspirador del refrán. En fin, nada que ver con nuestra Jauja cordobesa, pueblecito a orillas del Genil que nada se diferencia de los de su entorno, a pesar de que sus habitantes aún reivindican a su pueblo como inspirador del refrán.

Nuestro Badolatosa tiene origen romano. Cuentan que la tuvo que atravesar el ínclito Julio César en una de sus innumerables batallas. Y lo hizo atravesando el río Genil (otra vez el río de marras) por un vado muy ancho (vadus latus). Y así llamó a aquella aldea.
El pueblo no tiene nada en especial. Una iglesia con toques de campanas a las horas, con un volumen discreto, una calle de restauración, y poco más. Tampoco la casa es de impacto precisamente, pero está muy bien situada (al lado de la iglesia), y con todas las comodidades. Las pequeñas pegas como una escalera que te ahorraba la clase de Pilates, un cierto frescor nocturno, doblegado por unas bolsas de agua caliente que metidas entre las sábanas me hicieron recordar mi niñez, y un patio encantador que retaba a convertirse en lagarto (o lagarta).
Había un señor a quien todos los días saludamos. Estaba apoyado en una barandilla entre nuestra casa y la iglesia. Nunca sabremos para qué estaba allí, hasta cuando permanecía en ese lugar, si era un espía o un fantasma. Creo que todos los días tenía la misma ropa.

El primer día fuimos en su busca. A José María Pelagio Hinojosa Cobacho le apodaron “El Tempranillo”, por su precocidad en el oficio de bandolero. Una noche de 1820, en el baile de la romería de San Miguel, alguien importunó a una chica que le gustaba. Las navajas reflejaron la luz de los faroles, y se tiñeron de sangre. Cruz de navajas que diría Mecano. José María huyó. Siendo menor de edad, matar a alguien se castigaba, en aquella época, con la pena de muerte. Su guarida, unos enormes riscos que casi ocultan al serpenteante río Genil (otra vez el río). No vimos su cueva, pero es comprensible que fuera difícil echarle el lazo por parte de la policía del siglo XIX. Se unió a otros bandoleros, y se dedicaron a la recaudación de un tributo de paso por los caminos de la comarca. No había sangre, o muy poca. Dice la historia que hubo un indulto del rey Fernando VII a ese Robin Hood y a otros compañeros de asaltos, y que pasó a formar parte de un Escuadrón de Seguridad Pública de Andalucía. Vamos, que, precisamente él, pasó a limpiar de bandoleros el campo andaluz. Murió joven, a los 33 años, víctima de una emboscada capitaneada por un antiguo compañero, “El Barberillo”.
Total, que hicimos una bonita excursión, bajo un sol primaveral. Nos pusimos muy contentos al comprobar que habíamos dado no sé cuantísimos pasos esa mañana.

Una tarde nos acercamos a Estepa. La intención no podía ser otra. El nombre de la localidad va unido de forma inseparable a una bomba gastronómica de 150 calorías por pieza: el polvorón. Reconozco mi claudicación por este manjar, que, yo al menos, degusto despacio, saboreando su agradable textura, y atrapando los tropezones de almendra de su interior. Sí, de lo más importante en tiempo de Navidad.

No lejos de Badolatosa, se encuentra Puente Genil. El proyecto era visitar una casa romana con importantes mosaicos. Fuente Álamo es impresionante. Está muy bien conservada, y sus mosaicos son excepcionales. La visita merece la pena sin lugar a duda. Alguien (estoy por asegurar que fui yo mismo), sugirió que, además había que ver un puente romano sobre el mismísimo río Genil. Lo cierto es que, tras varias idas y venidas, pasamos por encima 3 ó 4 veces y nunca logramos verlo como es debido. Para la foto y esas cosas. Total, nos fuimos sin ver el puente (romano en principio) sobre el río Genil de Puente Genil. Preparando este periplo, confirmo que, sobre unas antiguas tablillas de madera del siglo XII, el actual puente data de 1561, es decir, ni un gramo de romano. Menos mal.
En fin, objetivo cumplido. Mucha tranquilidad y distancia con el agobio madrileño. Si además, se le añade una cena de nochebuena exquisita, y buenos vinos a diario, sólo falta constatar que le dimos a las cartas lo que no está escrito, con victorias repartidas entre los contrincantes. Un placer.