Era una posibilidad. Pero nadie podía creer que en la situación actual se llegara a esto. Por eso, la mañana anterior se tomó la decisión. La organización, presa de decisiones políticas absurdas, no iba a presentarse en la final. La primera vez en la historia.
Y así fue. La final del Abierto de Estados Unidos de tenis la disputaron dos jugadores rusos. Dos jugadores de altísima calidad, pero sin bandera al lado de sus nombres. Humillante. Como si hubieran nacido fuera de nuestro planeta. Como si hubieran participado de incógnito, aunque, eso sí, después de haber arrasado al resto de sus oponentes durante 14 duros días de competición.
Cada uno en su silla, agotados tras cinco extenuantes sets, esperaban que apareciera la organización para la entrega de premios. El montaje mediático habitual. Pero el juez de silla había desaparecido y no se había colocado el habitual entarimado para la ceremonia de entrega de trofeos, las declaraciones, etc. Tampoco estaban los recogepelotas, que no faltaban nunca a la foto final. Y es que, por no haber, no había ni un fotógrafo a la vista. Todo muy raro.
Rubleb y Kachanov se miraban atónitos. No sabían qué hacer. Sin bandera y sin trofeo. El público, que llenaba a rebosar el inmenso Artur Ashe Stadium, permanecía expectante y en silencio. Los dos jugadores se pusieron en pie y empezaron a guardar sus cosas en sus respectivas bolsas. Se iban. Hacia un sol de justicia y empezaron a pensar que ahí y de esa forma tan desagradable e inaudita, se terminaba todo.
Y entonces apareció. Caminando muy despacio, llevaba los trofeos de finalista y ganador cada uno de una mano. Vestía con una bata blanca, como de laboratorio, con el nombre de MODERNA (empresa farmacéutica patrocinadora del US OPEN) pintado en grandes letras. Era Novak Djokovic. Su presencia originó primero un enorme murmullo, y después empezaron los aplausos. Saludando, se dirigió al centro de la pista. Los jugadores se fundieron en un abrazo con Novak, quien entregó a cada uno su trofeo.
El público, puesto en pie, no daba crédito a lo que estaba viendo y aplaudía con intensidad. Aparecieron entonces algunos recogepelotas, y de alguna parte salieron varios fotógrafos que decidieron no perderse el momento. En cuanto empezaron a saltar los flases, Djokovic se quitó la bata y la arrojó al cemento delante de los tres jugadores. Arreciaron los aplausos.
Por unos segundos, por unos pocos minutos, el tenis había endiñado sendos roscos: un rotundo 6-0 a la política y otro al negocio sanitario.