(¡Ring! ¡Riiiing! ¡Riiiiiiiiiing!)

  • Ya vooooy. ¡Hay que ver, qué pesadito el dichoso aparato! A ver, dígame.
  • ¿Es usted doña Consuelo Pérez?
  • Sí. ¿Quién es? Le advierto que no me quiero cambiar de compañía telefónica, ni hacerme de otra ONG, que ya soy de bastantes.
  • Nada de eso, doña Consuelo. Mire usted, soy el doctor Peláez, del Centro de Salud “La Distancia”, el que tiene usted debajo de su casa.
  • ¡Ah!, perdone usted. Dígame doctor, dígame.
  • Usted nos llamó el otro día para pedir cita, ¿verdad?
  • ¿Yo? A ver, déjeme que piense. Pues no sé…. Sí, sí, claro que sí. Perdone un momento, doctor. A ver, Paco, espera que te ayude, no me seas bruto. Venga, quédate sentadito ahí ¿vale? Que estoy hablando por el móvil. Ya está, doctor, dígame usted.
  • Pues nada, es para preguntarle porqué ha pedido cita en el Centro. ¿Qué le ocurre doña Consuelo?
  • Pues mire, llevo unos días con un poco de tos y un poco de fatiga. Lo noto sobre todo cuando salgo a la calle y me tengo que poner el bozal en la boca.
  • Mascarilla, señora, mascarilla. Es muy importante.
  • Lo sé, lo sé. Pero mire, llego a la cola de la pescadería, o a la de la mercería, que ahora hay cola para todo, y allí están mis vecinas, la Juani, la Esperanza, y otras más. Y, ¿creerá usted que casi no las conozco, con el dichoso trapito en la boca? Son mis vecinas, mis vecinas de toda la vida, ¿sabe usted? Y, fíjese, en ese momento, no sé si será por la mala leche que se me pone, me pongo peor. Y no digamos si me da la tos. Entonces son ellas quienes ponen una cara muy rara, se apartan, y algunas se dan la vuelta. Comprenderá que todo eso es muy doloroso para mí, doctor. Y ¿sabe usted cuando se me quita la tos? Cuando nos vamos a la terraza de enfrente del Centro de Salud precisamente, usted la conocerá, y nos tomamos un café, y nos quitamos las máscaras. ¡Chúpate esa!
  • Bueno, no se preocupe; hable con ellas, y dígales que si es sólo un poco de tos, no tiene importancia. Y esa tos, ¿es productiva?
  • ¿Productiva? ¿Qué tengo que producir?
  • Pues que si echa mocos cuando tose, doña Consuelo. O si nota ruidos al respirar.
  • Pues mire usted, mocos, lo que se dice mocos, no echo ni uno. Y ruidos, pues como no quiera usted que le ponga el móvil en la espalda a ver si oye algo, no sé. Usted y yo estamos muy lejos para que me ponga el fonendos ese que usan y oiga usted algo, doctor.
  • ¿Y fiebre? ¿Ha notado usted fiebre?
  • Pues yo creo que no. No veo bien el chisme, pero no sube. Y me pongo el termómetro en el sobaco. ¿Está bien puesto ahí?
  • Perfectamente Consuelo. ¿Y moratones? ¿Le ha salido alguno sin que se haya dado algún golpe?
  • Pues mire, yo tengo muy mal la circulación. Ya me lo dijo una compañera suya hace tiempo. Que si varices, que si el riego celebral, en fin, cosas de la edad. ¿Es que empeora este tema con el virus este que anda por ahí?
  • No, no se preocupe, doña Consuelo. Una última pregunta, ¿nota usted que se le hinchan las piernas?
  • Mire, si usted pudiera verme, no me haría esa pregunta. Lo primero, es que estoy como una foca de gorda, y lo segundo, es que no me ve. Si quiere le mando una foto. ¿Qué tiene usted? ¿WhatsApp, Instagram, Facebook, Telegram? Tengo de todo.
  • Vale Consuelo. ¿No tiene usted familia que la vaya a ver regularmente? ¿O una asistenta?
  • Huy, doctor. Yo me apaño muy bien en casa. Nunca he necesitado a nadie. Y mis hijos, pues están preocupados por si me pegan el virus, y no vienen a verme desde hace ya tres meses. Así que, mi marido Paco y yo estamos aquí más solitos que la luna.
  • Bueno, doña Consuelo, aparte de aconsejarla que llame a Servicios Sociales para que vengan a verlos, yo no veo razón alguna para que vengan al Centro de Salud. Ustedes están solos, pero están bien, al menos usted, por lo que me cuenta.
  • Mire doctor. Bueno, si es usted doctor, porque no le veo. No sé si tiene pinta de médico, o lleva su nombre en la bata. No sé siquiera si lleva bata.
  • A ver, señora Consuelo, soy su médico, el doctor Peláez, y le aconsejo que….
  • Pues le digo que pagaría porque me viera en persona. No mucho dinero, porque la pensión de mi marido no da para mucho, pero algo sí daría, se lo aseguro.
  • Ya, pero señora, ahora funcionamos así. Les evitamos molestias y esperas inútiles. ¿No le parece bien?
  • Pues no. No me parece ni medio bien. Mire, yo sé que no tengo nada grave ni urgente, pero padezco de algo muy importante que no me deja vivir: tengo miedo. Tengo terror a coger ese virus, a ponerme mala y a morirme. Y a dejar solo a mi Paco.
  • Consuelo, yo la entiendo, pero usted sabe como yo, que para eso no hay medicinas. Tranquilícese, tómese una Valeriana, llame a su familia, no sé,….
  • Dice usted que no hay medicinas. ¡Ay, doctor! Le voy a decir la medicina que necesito: verle la cara, estar quince minutos con usted, que vea cómo me siento, cómo me expreso. Cómo tiemblo, cómo lloro. Quiero que me vea la cara de angustia que tengo desde que me levanto por la mañana, o la que tengo cuando salga de su consulta. Necesito cercanía, aliento, ánimo.
  • La entiendo. Pero son muchas las personas que están como usted, y no damos abasto para atenderlas. Somos pocos.
  • Ya, doctor Peláez. Pues no me sirven de nada. Es una pena. Se han convertido en telefonistas; en los médicos del cable. ¿A que estás de acuerdo conmigo, Paco? Paco? ¿Paco? ¡Paaaacoooooo!
  • Señora, ¿le pasa algo a su marido? Señora, por Dios, dígame algo. ¿Llamo al 112? ¿Señora, ¿me oye? Click. ¿Por qué me ha colgado?
  • Joder, Consuelo, para ya de menearme como si fuera un muñeco. Mira, se me caído la dentadura al suelo. Caray, estaba durmiendo tan tranquilo, y me había quitado el sonotone. ¡Anda!, cuéntame con quien has hablado.