Miremba nació en África. Vive a orillas de un pequeño lago. Por allí, en el corazón del continente, hay otros mucho más grandes que mantienen aún los nombres de los antiguos colonos europeos (Victoria, Alberto, Eduardo). Su pequeña aldea, que vive del pescado que superpuebla la masa de agua, no se incluye en ningún circuito turístico. Es difícil llegar hasta allí, y no hay nada que ver de interés, salvo la ensordecedora calma y el generoso tapiz verde alrededor del lago. Su población apenas ha variado en los últimos 50 años. Allí se vive y se sobrevive al mismo tiempo.

Miremba es maestra de escuela. Da clase a niños y niñas de su pueblo y de los alrededores. Desde los 6 hasta los 14 años.  Hubo que hacer muchos sacrificios por parte de sus padres para que pudiera estudiar en la capital. Fueron años difíciles, pero los vivió con una enorme ilusión. Al final, hasta tuvo ofertas para irse a alguna ciudad importante de su país. Era brillante, con ideas. Pero ella lo tenía muy claro: quería enseñar en su aldea.

Muchas personas echaron una mano. Sus hermanos, algunos amigos. Poco a poco las paredes de la escuela fueron creciendo. Poco a poco fue consiguiendo material. Cosas que ya no necesitaba la gente del pueblo, donaciones de algunos turistas despistados que pasaron por allí (algo de dinero, bolígrafos). Todo le servía.

Ahora, con la escuela funcionando, se rodea de 50-60 niños y niñas, entusiastas y con una disciplina sorprendente. Se diría que se han infectado por el mismo virus que afecta a la maestra: el compromiso de sacar adelante la escuela. Muchos viven a otro lado del lago y vuelven a casa en una frágil barca de motor. Ella se ha hecho con unos viejos prismáticos que le permiten seguir al rudimentario bote hasta que llega a la otra orilla. Es entonces cuando se queda tranquila. ”Sus niños” están a salvo.

La actividad docente está ya bien estructurada. No necesita a nadie más, aunque uno de sus hermanos, y una buena amiga ayudan todo lo que pueden para mantener aquello lo más decente y digno posible. Las ayudas siguen siendo muy limitadas.

Cuando estuvo estudiando en la capital, Miremba ya participó en algún acto relativo al 8 de marzo. Y comprobó cómo, aunque las cosas iban cambiado mucho en los últimos años para las mujeres en todo África, quedaban (y quedan) aún muchos aspectos por ganar y cambiar: la igualdad brilla por su ausencia, y la violencia está a la orden del día.

Aunque faltaban algunos meses para la fecha, Miremba empezó a pensar en hacer algo. Sabía que, como de costumbre, su aldea no iba a hacerse eco de esa conmemoración. Imaginó algo hecho por la escuela. Por sus alumnas y alumnos. Algo hecho en común. Parte de su familia intentó quitarle la idea. Mira, niña, es una aldea muy pequeña, la escuela es tan rudimentaria…, no va a tener ninguna repercusión. Tanto esfuerzo, va a ser un desastre…

Sin embargo, desde hace unas semanas, termina la clase con unas palabras a propósito del tema. La escuchan sin pestañear. Y un buen día empezó a lanzar la idea de poner en marcha algo para ese día. Desde el primer momento pidió sugerencias, ideas, acciones, por muy raras, imposibles o ridículas que pudieran parecer. Iba a ser el día de todos y todas. Un día de la escuela, dedicado a la mujer.

La mayoría se puso manos a la obra y el resultado fueron decenas de dibujos en papel, cartón, alguna servilleta, en fin, toda una colección espontánea y magistral. Allí, por ejemplo,  surgieron todas las caras, sobre todo de sus madres, hermanas, algunas muy pequeñas en brazos de sus madres, otras del trabajo en el campo o en el lago, y muchos dibujos tuvieron a Miremba como protagonista. Era y es, sin duda, su gran referencia.

Un grupo, de los más mayores, sugirió algo que les pareció más original. Para que la iniciativa de su escuela fuera más vistosa, propusieron escribir algo sobre el tema en unos troncos, y arrojarlos al lago. Por allí siempre hay restos de árboles viejos. Trajeron de sus casas cuchillos, punzones, tijeras, y grabaron palabras o frases en la corteza de los troncos. Aquello de lo que habían hablado al final de las clases: justicia, discriminación, violencia, igualdad, futuro, educación.

En pocos días todo estaba listo. Una docena de troncos, esmeradamente grabados, quedaron aparcados al borde del lago. La exposición de dibujos multicolores quedó colgada en las paredes del aula de la escuela.

El gran día ha llegado. Los chicos y las chicas están con muchos nervios. Cuchichean, se miran, y se arreglan mutuamente sus mejores galas. Ven, que te hago bien esa coleta. Anda súbete ese pantalón, que se te va a caer, que ya vienen.

A la hora convenida, las puertas de la escuela se abren. Vecinos y vecinas de la aldea se acercan a curiosear, animados por sus propios hijos e hijas. Los variopintos vestidos de las mujeres, iluminan el aula con los mismos colores de los dibujos de la exposición. Sonríen, se detienen en algunas pinturas con sumo interés. Preguntan de quién es éste o aquél. Nadie traiciona el anonimato. Hay muchas miradas cómplices.

Y ahora, viene el gran momento: los troncos, arrastrados al borde del agua, son empujados al agua en medio de una atronadora ovación. Algunas barcas de pescadores colaboran para que ganen algunos metros lejos de la orilla, mientras hacer sonar sus sirenas. Algunos jóvenes, armados de tambores rituales, ponen la banda sonora al acto. Estremecedor. Bailes, saltos y gritos de alegría y orgullo. Allá van los troncos, en manifestación sobre las aguas, con un mensaje bien claro: aquí, sobre todo aquí, también tenemos cosas que decir.

Marimba apenas puede respirar de la cantidad de abrazos que recibe. Sus lágrimas se vierten en sus mejillas. Está inmensamente feliz.

 

Dedicado a Aurita: mujer, amiga y maestra

Las siguientes fotos fueron tomadas en dos escuelas durante un viaje a Uganda y Ruanda en 2017