Sólo un pequeño comentario sobre dos personas que, durante los últimos meses, nos han atragantado el aperitivo, o, por el contrario, nos han dado un respiro, nos han propuesto ver uno o varios rayos de esperanza cuando iban peor las cosas.

Dos personas a primera vista serias y circunspectas, con una imagen diametralmente opuesta, pero con un común denominador: la tolerancia, el respeto y una dosis exagerada de paciencia.

Día tras día nos han martilleado con números, gráficos, curvas, picos, tendencias y fases. Hasta hemos aprendido cosas, términos hasta ahora desconocidos, acrónimos con diversa y a veces desafortunada interpretación de alguna de sus letras, etc. Estoy seguro que, aunque no lo reconozcan, hasta se habrá enriquecido ese numeroso grupo de personas portadoras de esa presunción de expertas, que, por desgracia, es tan habitual en nuestro país.

Impasibles tanto en los peores momentos como en aquellos en los que ese famoso y esperado haz de luz empezaba a iluminar nuestro túnel de confinamiento y dolor. Impasibles tanto ante las preguntas más incisivas y comprometidas, como con las más estúpidas e incoherentes. En contadas ocasiones nos han devuelto un gesto distinto al habitual: serenos, imperturbables.

Durante semanas, solos o rodeados de estrellas en la pechera, han ido a lo suyo. Lo han tenido muy claro: informar y aconsejar. Poniendo por delante aquello para lo que estaban contratados: convencer de la necesidad de poner la salud por delante de todo lo demás, y de su resolución de forma prioritaria.

Deben estar muy hartos. Hartos de chupar cámara, de poner cara de póker a las malas noticias, de decir algo con lo que incluso pueden no estar totalmente de acuerdo, venga de sus asesores o de quien o quienes se sitúan por encima de ellos en el siempre transitorio uso del poder. Y es que, además, estos señores no son unos mindundis, tienen unos currículos al menos dignos de tenerse en consideración.

Uno de ellos es filósofo, y con formación economista. Asume el encargo de ser ministro de un ramo que no tiene nada que ver con sus estudios previos. Algo que lleva su dificultad, pero nada que ver con lo que le cae encima sólo 3 meses después. Yo, como médico, me descubro. Lo que ha tenido que empollar este buen hombre sobre la COVID-19 y sus colaterales, para después arrimarse a un micrófono y contestar de una manera ni filosófica ni financiera, sino muy cercana a lo que yo mismo podría reconocer como sanitaria, me sorprende y le reconozco su mérito. Es a él a quien le ha tocado asumir buena parte de la responsabilidad institucional de una crisis en un principio fundamentalmente sanitaria, lejana, muy lejana a su formación. Pregunto: ¿se ha notado mucho?
El otro es médico, y como la inmensa mayoría de los profesionales de la Medicina de este país y de los de nuestro entorno, no es doctor, algo criticado para las gentes que identifican ser doctor con algo sobrenatural, portador de infalibilidad y especial prestigio. Ser doctor, en Medicina, Arquitectura o Ciencias Políticas, sólo es el resultado de haber realizado un estudio de investigación (a veces ni eso) que tiene como especial beneficio, en no pocas ocasiones, y lo digo por experiencia, la propia satisfacción personal.  Desde luego que ser doctor, es innecesario para llegar ser un reconocido erudito en Epidemiología dentro y fuera de nuestro país, como resultado de su enorme experiencia, desde voluntario hasta puestos directivos, tanto en África, donde el término epidemia, y sus consecuencias vitales, convive habitualmente con sus habitantes, como en Europa.

No es el motivo de este escrito valorar la gestión del gobierno en esta crisis, ni siquiera la de ellos mismos, transmisores, a veces, como ya he comentado, de noticias, sugerencias u órdenes. No voy a entrar en si se ha actuado con mayor o menor acierto, en el momento oportuno o tarde, con mayor o menor transparencia. Todos estos aspectos y alguno más son algo opinable y debatible en todos los foros que haga falta (Congreso, juzgados, eso sí, a ser posible, aportando alternativas válidas), pero exceden el propósito de estos párrafos.

Insisto, sólo quiero referirme a estas dos figuras, plenas de tranquilidad y mesura hasta en los momentos de transmitirnos cifras absolutamente inasumibles. Han estado a la altura del cometido, no fácil, de decirnos que, si no cumplimos unas reglas, podemos ser uno una de las personas ingresadas, amordazadas a un hilo de vida, o encerradas para siempre entre cuatro maderas.

Han tenido lapsus, por supuesto, y claras meteduras de pata, y no es excusa el directo ni las cámaras, pero, ojo, hay que estar ahí, dando una cifra, enseñando una curva y esperando la pregunta de rigor: antigubernamental la mayoría de ellas, o simplemente necia. Algo curioso: al ministro nunca se le pedido su dimisión. Al científico sí. Parece que apetece acosar más a quien lleva una indumentaria de andar por casa, a quien aparenta menor consistencia mediática. Como es desgraciadamente habitual, ese acoso siempre viene del mismo sitio. De donde no soportan haber estado al otro lado de quien ha gestionado democráticamente la crisis.

No tengo ninguna necesidad ni obligación partidista de defenderlos, pero tampoco de atacarlos. Ya sé que se me acusará de ser poco objetivo, socialcomunista, bolivariano y separatista. Vale, no me importa, de verdad, y a lo mejor me gusta. Estas dos personas son quienes hemos tenido delante durante este camino, tan desconocido tanto desde el punto de vista sanitario como social y económico, y han tenido, como es natural, sus más y sus menos con el acierto. Ellos, y no otros u otras. Como dijo el otro día el ministro-filósofo, el lunes la quiniela se acierta siempre. Para mí, dos buenos profesionales.

Una buena pareja de baile que se están comportando como si hubieran tenido el suficiente tiempo para ensayar una pieza musical que, a ellos, como a toda la población del planeta, les ha venido de repente, y que ha sido intratable y despiadada.