Chispea. Los exteriores del Teatro Español están acordonados por la policía. Cuesta lo suyo llegar al control, situado en el centro de la Plaza de Santa Ana, donde hay que enseñar la entrada, el interior del bolso o mochila, y, por su puesto, es imprescindible ir con la mascarilla puesta. Desde ahí hasta la puerta, sin problemas, despejado. Admiro el inmenso cartel de la fachada del teatro donde se anuncia la función: El enemigo da la cara. Una entrevista insólita. Función única. Y nada más. Aquí como en la publicidad de los periódicos, en las propias entradas, redes sociales, etc.: ninguna imagen, ni nombre de quien dirige, ni reparto, ni de qué va esto. He indagado en Internet esta misma tarde, y nada. Los ensayos han sido a puerta cerrada. Con estas premisas, no había duda de que tenía que intentar conseguir una entrada como fuera. Y he tenido suerte. Mis contactos han funcionado, y aquí estoy.

Hay cola para entrar en el vestíbulo. Hay que ponerse un equipo de protección individual, un EPI: bata de plástico transparente, calzas, guantes, mascarilla y gorro. Son exigencias del guion, nos dicen unas solícitas personas, la mayoría jóvenes, que nos ayudan a ponernos el equipo a quienes pretendemos entrar en el interior del teatro. Miradas de sorpresa, algunas sonrisas, ninguna voz estridente, ninguna protesta. Esto va de la pandemia, seguro, pienso para mí. Y oigo a varias personas hacer comentarios en el mismo sentido. Lógico, me parece que lo del EPI es una pista definitiva. Se palpa, no obstante, una mezcla entre la intriga y la emoción, e incluso un cierto temor se asoma a algunas caras. De hecho, algunas personas se dan media vuelta, y salen del teatro. A lo mejor es sólo por el EPI. Creo notar que hay un presentimiento general de que vamos a asistir a algo distinto, tal vez excepcional.

Una vez con el plexiglás puesto, y caminando con los andares de un auténtico pingüino, nos van dirigiendo a nuestra correspondiente butaca. Veo que, a más de una persona, sobre todo a aquellas con cierto sobrepeso, el dichoso EPI le supone un aumento tal de su volumen corporal, que embutirse en su asiento requiere la ayuda y literalmente un enérgico empujón de quienes están acomodando a la gente en sus respectivos lugares. ¡Vaya imagen!

El patio de butacas está casi lleno. En el escenario, ningún decorado. Todo totalmente oscuro. Sólo un espacio circular iluminado donde únicamente hay una silla.

Hago varias fotos y las mando enseguida a los contactos mas cercanos. El escenario, todo el público ataviado de la misma manera, en fin, fotos sin desperdicio. Enseguida llueven las respuestas. Máxima expectación. Murmullo constante. Mucho calor. No sé si está funcionando el aire acondicionado, pero tendrían que ponerlo más fuerte, porque si no, pronostico algún desmayo. Cierro el móvil.

Por fin, con algo de retraso, y con todo el público sentado, las luces se apagan poco a poco. Desde la oscuridad del fondo del escenario, aparece una mujer enfundada en un EPI que aparenta ser liviano, desde luego más que el del público, pero de un impresionante aspecto, tricolor, con guantes, calzas, gorro y mascarilla a juego, y una pantalla para la cara con un diseño futurista espectacular. En la parte baja de la bata, a la derecha, distingo un discreto escudo del Ayuntamiento de Madrid, y, al otro lado, el logo de Adidas. Me suena su cara, lo que se ve, claro. Pero no adivino quien puede ser.

Se dirige al público:

  • Buenas noches, señoras y señores. Me voy a presentar. Aunque sea difícil reconocerme con todo esto que llevo encima, soy Ana Blanco, y me imagino que me ponen cara por mi trabajo en los servicios informativos de Radiotelevisión Española desde hace muchos años. Hoy es un día muy especial tanto para ustedes como para mí. Y, por tanto, les doy la enhorabuena por haber conseguido un pase para esta insólita función. También quiero agradecer al Teatro Español por haber asumido los riesgos que conlleva la misma, y a las personas que nos han ayudado a ponernos estas prendas protectoras, por su habilidad y paciencia.
  • ¡Guapa! Se oye una voz entre el público.

(Carcajadas)

Ana Blanco, claro, la del telediario de las 3, la de toda la vida, aquí está con su traje de chaqueta formal de siempre, imperturbable, impecable, y, aunque debajo de todo el plástico hay que fijarse, es reconocible. ¿Porqué habrá dicho lo de los riesgos? Sigue hablando.

  • Bueno, para terminar este breve preámbulo, les tengo que pedir que no se muevan de sus asientos, y que no hagan fotos salvo al principio y al final de la entrevista; habrá unos instantes para ello, pero siempre, por favor, sin flash. Muchas gracias por su colaboración.

Vamos, con el mismo tono de la tele, con la misma mirada serena, casi de póker, aunque para mí, está algo nerviosa. No me extraña. Lo suyo son las cámaras y un estudio de TV, ni las tablas ni las bambalinas de un teatro. A ver qué pasa.

A continuación, Ana, dirigiéndose al público, y extendiendo su brazo derecho, anuncia, sin pestañear:

  • Señoras y señores, con ustedes, el SARS-COVID-2.

Desde el lateral izquierdo, entre bastidores, aparece en escena un gran cubo transparente, colocado sobre una plataforma blanca, que, guiada y custodiada por cuatro personas con EPI, se dirige al centro de la zona iluminada del escenario. Parece de cristal, y en su interior hay una forma esférica cubierta con una tela roja. Su aparición genera un gran murmullo, y, como un resorte, todo el patio de butacas nos ponemos en pie. El sonido de los diafragmas de las cámaras es ensordecedor. Cómo no, a pesar del aviso, saltan muchísimos flashes. ¡Vaya puesta en escena!

Ana se sienta. El público también. Algunas personas lo hacen a duras penas, como la que tengo a mi lado, a quien ayudo a encajarse en su sitio. Es que el buen señor está de buen año, caray. Aprecio cierto relax. Eso está bien.

  • Buenas noches, dice Ana, dirigiéndose a la bola del trapo rojo.
  • Buenas noches, Ana.

La presentadora se vuelve hacia el público con un gesto de gran sorpresa. Hay comentarios en la sala.

  • Oiga, tiene usted un acento español excelente. Porque, usted es chino, ¿no?
  • En efecto, nací en China, pero no olvide que soy responsable de una pandemia y, como he infectado a todos los países del mundo, salvo, creo, a Turkmenistán, conozco todos los idiomas.
  • Y ¿cómo es que salió de China?
  • Pues ni yo mismo lo sé. Un accidente tal vez. No estoy seguro. El caso es que al poco tiempo ya estaba por aquí. No sé cómo, ni con quien viajé. Desde entonces, me dedico a lo único que sé hacer, o sea, a infectar. Bueno, de hecho, sigo en ello.
  • Una cosa, ¿le puedo llamar señor C? Es que lo otro es muy largo.
  • ¡Claro, sin problema! Señor C está bien.

Ana mira el móvil que lleva en la mano, que se ha iluminado y ha emitido un leve pitido.

  • De acuerdo pues. A ver, me acaban de pasar un mensaje diciéndome que tenemos tiempo para 4 preguntas máximo a partir de ahora. ¿Está de acuerdo?
  • Claro, Ana. Cuanto menos tiempo esté aquí, mejor. Lo digo por ustedes. A mí lo que me sienta mal es el aire libre. Aquí, en un sitio cerrado, con mucha gente, en fin, estoy a mis anchas. Adelante.
  • Empezamos. ¿Usted imaginaba la enorme crisis sanitaria que iba a provocar? Una crisis que parece agravarse cada vez que usted se permite el lujo de cambiar de cara, de formato, y, además, sin avisar. Eso no favorece en nada las iniciativas para buscar unos remedios eficaces para quitarle a usted de en medio, si me permite la expresión.

Alucino con Ana Blanco. Siempre correcta y educada, sin descomponerse.

  • No se preocupe, lo entiendo. Pues, mire, en principio no era consciente de ello, pero cuando vi que la infección se extendía de forma tan rápida, y que la gente se ponía muy enferma, empecé a sospechar que iba a hacer mucho daño. Aquí, en España, encima, aterricé en una Sanidad Pública muy deteriorada, y claro, el bofetón la dejó grogui. Aún no se ha recuperado, creo yo. Y si me pregunta sobre las variantes, pues le diré que eso es algo que me ocurre espontáneamente. No lo puedo remediar. Cada cierto tiempo tengo que cambiarme de ropa, como dicen ustedes. Los científicos se vuelven locos y la población entra en pánico, lo sé, pero yo soy así, esa es mi manera de comportarme, mi vida es pura inercia, no puedo hacer nada para evitarlo.
  • ¡Cabrón! ¡Hijo de mala madre! Se oye en el patio de butacas.

¡Madre mía! Pues empieza bien esto.

  • ¡Silencio por favor!, dice Ana con gesto serio, mirando al público. Le ruego a quien haya sido, que, si no se ve con la entereza de aguantar esta entrevista, que abandone el teatro, por favor.

Miro para atrás. Nadie se mueve. Ana prosigue.

  • Señor C. ¿qué opina y qué ha comprobado usted en sí mismo sobre las medidas que se han utilizado, y que se están utilizando, para destruirle, o al menos, para pararle los pies? Me refiero a las mascarillas, el confinamiento, la distancia interpersonal, el lavado de manos, los medicamentos, las vacunas, el pasaporte COVID, en fin, tantas y tantas medidas para combatirle.
  • A ver Ana, todo ha servido para que la infección no se haya descontrolado de forma irreversible. Pero usted, como todas las personas presentes, están comprobando día a día, que soy un virus muy escurridizo, y que voy a mi aire. Ninguna medicina me está haciendo verdadero efecto, y las vacunas, sin duda, han sido útiles, pero también es cierto que no han demostrado el efecto tan beneficioso ni tan universal que se presumía iban a tener. Mire, a mí las vacunas no me matan, sólo me atontan, me dejan aturdido, pero no me hacen desaparecer. Debe ser un drama que haya tantísimas personas a quienes estoy infectando todos los días, y que ya están vacunadas, pero es lo que hay.
  • ¡Asesino! ¡Terrorista! de nuevo alguien exclama a viva voz.
  • ¡Silencio, por favor! Saquen a esa persona fuera de la sala. Si sigue habiendo interrupciones como esta, me veré obligada a suspender el acto.

Veo cómo se llevan a una mujer, desencajada, arrancándose el EPI violentamente. Empiezo a preocuparme. ¿Es que no todo el mundo está convencido de que esto es sólo una obra de teatro? ¿Miedo, indignación? No sé. Veremos que pasa. Desde luego, el ambiente parece que se está caldeando. Yo no me muevo de mi sitio, como la mayoría, afortunadamente.

  • A ver Ana, si quiere, acabamos aquí. Estoy de insultos hasta…
  • ¿Cómo? ¡Vamos a ver! Aquí, mucha gente está soportando su presencia. Soporte usted las reacciones al dolor que ha provocado. Pero si quiere terminamos aquí. Faltan sólo un par de preguntas.

Yo creo que es la primera vez que veo a Ana Blanco con gesto de cabreo.

  • Vale, Ana, vale. Adelante.
  • Señor C. Usted es el responsable de las tragedias que ha ocasionado, de los cientos de miles de muertes, y del pánico que ha provocado entre la población. Me pregunto si, después de estos dos largos años, ¿está usted cansado? Dicen que está en las últimas. ¿Es verdad? ¿Nos va a dejar en paz de una vez por todas, y pronto? La gente está muy harta, quiere olvidar esta época tan dramática y volver a la normalidad, a la de antes de que usted tuviera el mal gusto de aparecer entre nosotros.
  • Que sí, que soy el responsable, lo sé. Pero yo no pude hacer nada en su momento, ni ahora tampoco. El daño depende del estado de las personas a quienes infecto, y de las medidas que se tomen para intentar que no lo haga. Aunque si quiere que le diga la verdad, me da igual. Ana, yo no tengo sentimiento de ningún tipo, ni lo voy a tener nunca. Voy a seguir mi camino, que, por cierto, ignoro cual será, y lo demás me importa un pimiento. A lo mejor termino como mi compañero el de la gripe, o arremeto con otra ola terrorífica. ¡Yo qué sé! Pero, insisto, no me preocupa lo más mínimo.

¡Huy! Se está poniendo un poco chulito el Señor C, ¿no?

Varias personas se levantan de sus asientos, algunas con gran esfuerzo, y empiezan a desfilar por el pasillo central y los laterales, murmurando y agitando los brazos, algunos haciendo cortes de manga, otros amenazan con volver hacia el escenario de forma violenta. Yo mismo detengo a un señor totalmente fuera de sí que iba a tirar su paraguas hacia el escenario cual lanzador de jabalina. Un joven le acompaña a la salida. Se oyen muchas voces: ¡Vaya morro! ¡Ana, pégale una patada a la puta bola esa!

Vuelvo a mi asiento algo desconcertado.

Ana, al borde del escenario, y moviendo los brazos de arriba abajo con el objetivo de calmar los ánimos:

  • Calma, por favor. Ustedes saben que esto es sólo una obra de teatro. Lo que pasa es que las sensaciones y los recuerdos están muy presentes, pero ni ustedes ni yo, se lo aseguro, sabíamos cómo se iba a desarrollar la función, y qué ambiente se iba a generar. Hacer una entrevista a algo que representa a quien se ha llevado por delante a personas muy cercanas, tiene sus riesgos.

Ana mira el móvil, que se ha encendido, lo mira, teclea, y se aleja del foco de luz. Se distingue bien cómo habla, haciendo ademanes, con pinta, otra vez, de enfadada. No le pega nada. Al cabo de un buen rato, y con la gente más calmada y con un cierto silencio, toma de nuevo la palabra.

  • Bueno, voy a conceder una última intervención al señor C. Por favor, le ruego que sea muy breve.
  • Ana, acaba con este espectáculo lamentable, por favor. Otra vez las voces, esta vez desde las últimas filas. ¡Fuera! ¡fuera! A voz en grito, también la pareja que ocupa la fila de atrás a la mía. Los miro, y no sé qué pensar.
  • Señor C., por favor.
  • Miren ustedes, yo he venido aquí a dar la cara y contestar a unas cuantas preguntas, sin ánimo de aportar nada, ni mucho menos de desvelar nada. ¿Qué les puedo decir? Pues que aguanten el tirón. ¿Qué cuiden su sanidad? Pues vale, ya lo saben. Ustedes verán. ¿Qué aprovechen que estoy en formato menos agresivo y empiecen a salir, a viajar? Pues ¡hala, adelante! ¿Qué no es bueno que se enfaden entre ustedes porque algunas personas hayan tomado la decisión de protegerse de mí de otra manera? Pues claro, es que algo tienen que hacer si quieren alcanzar su dichosa normalidad. Pero bueno, como si no hacen nada de eso. La verdad es que me trae sin cuidado todo esto.
    Bueno, Ana, me tengo que ir. Estoy empezando a sentirme mal. Avise, por favor, que me voy de aquí.

Ana se levanta de la silla, da un paso atrás y avisa con la mano para que venga alguien. Silencio sepulcral en el patio de butacas, que, por cierto, veo bastante menos vacío de lo que me imaginaba después de los alborotos ocurridos.

Inmediatamente aparecen cuatro personas, que se llevan muy despacio toda la estructura hacia el fondo oscuro del escenario. Pero, a medio camino, empieza a sonar una música que reconozco de inmediato. Es la Marcha Radetzky. Un instante después, el cubo se abre, y, con ayuda de quienes han empujado, sale de él una persona, con la sábana roja por encima de su cabeza. Se acerca al borde del escenario, y allí se la quita. ¡Toma ya! ¿Es Dani Rovira, el actor! Está sudando como un pollo. Ana se acerca a él, y se quita por fin su EPI. A continuación, veo que van subiendo al escenario otras personas, entre ellas, la señora que se puso fuera de sí, el señor lanzador de paraguas-jabalina, y otras que me parece reconocer, entre quienes han gritado durante la representación. Claro, claro. Eso sí, mis vecinos de atrás no se mueven, aunque, como todo el mundo, se levantan. Empezamos a aplaudir con fuerza, y la gente del escenario saluda al público. Algunas personas vuelven a entrar en el patio de butacas en medio de comentarios. Todo el mundo sigue ya el compás de la música. Vamos, como si esto fuera Viena durante el concierto de Año Nuevo. Otra ocurrencia del guion. Bien.

Ya en el exterior, donde siguen cayendo algunas gotas, pienso en la función que acabo de ver. Efectivamente, insólita, y también arriesgada.