A la una en punto de la madrugada se abrió el portón de la iglesia. En ese momento, se apagaron todas las luces de la plaza, y sólo quedó iluminada por los faroles que llevaban los primeros nazarenos, los de la Cruz de Guía. Enseguida empezaron a salir más, y más, y se dispusieron en dos filas, atravesando toda la plaza.

Yo tenía 9 años. No era la primera vez que asistía a una procesión. Ni muchísimo menos. Pero esta era una situación muy diferente. Estaba en medio de una multitud impaciente y muda. No tengo ni idea de la cantidad de gente que habría allí. Seguro que cientos de personas apretujadas unas contra otras, y en un absoluto silencio. Un silencio consciente. Y además estaba en la calle a las tantas de la noche, algo inusual, incluso en Semana Santa.

Mi padre me susurró al oído: “¿Tienes frío?” “No”, contesté, “lo que pasa es que no veo nada” Él me cogió por las axilas y me puso de pie en el alfeizar de una ventana con rejas. “Ahora sí, papá. Lo veo todo fenomenal”. “Agárrate bien, no te vayas a caer” La verdad es que se veía poco, muy poco. Las pequeñas llamas de los farolillos y de los cirios no daban para más.

Me pegué un susto tremendo. De repente, sin avisar, alguien empezó a cantar rompiendo aquel silencio ensordecedor. “¿Te gustan las saetas, Luisito?” “Bueno, son un poco tristes, se quejan mucho, y no entiendo bien lo que dicen” Los primeros compases de aquel canto a capela coincidieron con la salida de un paso por la puerta de la Iglesia: un cristo con la cruz a cuestas. La talla era enorme, tanto como el esfuerzo de quienes la llevaban en volandas. Despacio, muy despacio. Silencio acompañado del cadencioso sonido del calzado de los costaleros, resbalando contra el asfalto. Y el avisador del capataz que ordenaba descanso o alzada. Atravesó la plaza, que se llenó de cirios y más cirios. Y el silencio, imperturbable. Aplastante.

La puerta de la iglesia cada vez estaba más iluminada. Nadie se movía. Nadie decía ni pío. Todo el mundo sabía, yo también, que después de un cristo siempre aparecía una virgen. Y siempre igual, bajo un palio, con decenas de velas delante de la talla, siempre con una cara de enorme tristeza, a veces con lágrimas, siempre con dolor.

Y en efecto. Por allí apareció. El habitual vaivén del palio, el clásico balanceo a derecha e izquierda era imperceptible. La cosa no estaba fácil dado lo angosto de la puerta de la iglesia. Expectación al máximo. Cuando los costaleros lograron al fin sacar a la virgen a la plaza, algún aplauso quiso oírse, pero enseguida se oyó un “shhhhhh” general ordenando silencio. Despertó una nueva saeta, larga, larguísima, ronca, echando el resto, diría yo.

“Papá, ¿puedo ir a coger cera?” Era una costumbre. Durante las procesiones, me encantaba pedir a los nazarenos que me echaran cera de sus cirios en las manos para hacer bolas de cera. A veces conseguí alguna de un tamaño considerable. “¡Dame cera, nazareno!” “Pero shiquiyo, ¡que te va a quemá con la sera!”, decía el nazareno, siempre en voz baja. “Que no, que tengo callo. Echa, echa” Mi padre no me dejó esta vez. Había demasiada gente, y la procesión era muy seria. No era plan estar revoloteando entre los del capirote.

Estuve mirando si veía a mi gran amigo Antoñito Henares. Iba también a muchas procesiones. Los dos éramos los monaguillos oficiales de la iglesia del colegio. Teníamos ya una gran agilidad, seguridad y eficacia para hacer todas las tareas que se debían realizar durante las celebraciones religiosas. No se nos escapaba nada. Éramos unos auténticos profesionales. Lógicamente hubo alguna excepción, como aquella ocasión en que tenía que ponerle al cura, arrodillado ante el altar, una casulla sobre los hombros. Pero se la puse al revés. Claro, quedaba fatal la prenda, con todas las costuras a la vista de todo el mundo. La iglesia de bote en bote. El cura me echó una mirada asesina, y rápidamente se la coloqué bien. Antoñito y yo nos miramos aguantándonos la risa. Después, como todos los días que andábamos por allí, nos bebimos en la sacristía un par de vasos de vino (de misa, claro), con algunas hostias (sin consagrar, por supuesto). Luego, el propio cura nos daba la absolución por tomarnos la libertad, y el piscolabis. Y ¡hala!, ¡para casa!

De este modo, la Semana Santa suponía un arreón en el ya habitual ambiente religioso de la España de aquella época, y más aún de la Andalucía de toda la vida. Yo iba a un colegio de curas, muy cerca de casa, que tenía un renombrado prestigio entre la clase media de la ciudad. Allí se hacía una permanente labor evangélica. Una labor que no era de misa diaria, sino basada en la cercanía de los curas, muchos de ellos curillas muy jóvenes. Jugaban al fútbol en el patio con nosotros, nos llevaban de excursión…a la catedral, o nos reunían a charlar en plan coleguillas. Toda una estrategia.

De vez en cuando, ese afán de apostolado se veía fortalecido con algo que nos mantenía entretenidos, pero no distraídos del ambiente moralizante que el colegio tenía contratado con nuestros padres y madres. Por ejemplo, nunca olvidaré la visita de aquel misionero que, tras ser presentado por el director, abrió su boca para enseñarnos que no tenía lengua; se la habían cortado los salvajes, precisamente aquellos a quienes pretendía infundir/imponer la pacífica palabra de Dios. Nosotros, pasamos por delante de su deslenguada boca uno por uno, abriendo también nuestras fauces a la vez que él, como animándole a que abriera la suya al máximo, como muestra de solidaridad o tal vez de crueldad. Pobre hombre. No podía ni hablar, y esa tarde le quedarían unas terribles agujetas en las mandíbulas. Todo un cuadro.

En fin, eran los años 60, los del desarrollo económico desbocado, la explosión turística, el “4 latas” y el inicio del Baby Boom. Y no podemos olvidar el gol de Marcelino (¡contra Rusia!, bueno, la URSS), los desplantes de El Cordobés, o el bikini de Ursula Andress.  Pero también, asuntos más graves: la emigración a Europa, los Consejos de guerra, los Tribunales de Orden Público, o la ejecución de Julián Grimau.

Todo esto constituía el cóctel perfecto, el caldo de cultivo ideal para que Franco mantuviera a una parte de la población callada, acomodada y manejable. Nos situó a cada persona, a cada familia, sobre una buena silla, una cómoda poltrona, asentada sobre cuatro patas, a cada cual más sólida, a saber: el propio régimen dictatorial y opresor, los toros, el fútbol y, por supuesto, la religión. Esos robustos pilares se realimentaban entre sí, y nos intentaban convencer, cada uno de ellos, de lo buenos y necesarios que eran los otros tres. Mientras tanto, otra parte de la población vivía con lo justo, atemorizada, perseguida, entre rejas o escondida.

Llevo ya varios años que, cuando llega el tiempo en que las imágenes religiosas se echan a la calle en procesión, me asaltan estos recuerdos de infancia. Se debieron quedar bien amarrados en algún rincón de mi cerebro para que ahora, estando tan lejos de todo aquello que los curas y las patas de las sillas se empeñaban en meternos en la cabeza, me siga acordando con tanta precisión de aquellos episodios.

Con el paso del tiempo, ya no quiero, ni puedo, sentarme en aquella butaca. Está coja…quemé casi todas las patas.