Aliviado, e incluso contento.

Cualquiera de estos dos términos tiene en sí mismo un gran valor, un valor sin duda positivo, y más aún en estos días tan funestos, llenos de miedo a los números, de túneles sin luz o de camisas de fuerza oficiales. Este sentimiento de alivio es casi cotidiano. Eso sí, dura muy poco tiempo, poquísimo, y, aunque intento degustarlo lo más posible, tiene los segundos contados. Algo es algo.

Sé que le pasa a muchísima gente, y cuando se comenta después en la familia o con alguien conocido, las sonrisas afloran, y a continuación se inicia el consabido debate sobre sus beneficios y molestias, y también sobre otras de las medidas que se están tomando para detener el avance del virus. Bien. Pero este no es el motivo de estas líneas. Me da igual que le pase a medio mundo. Me interesa saber la razón o razones que me llevan a estar a punto de transgredir las reglas, e incluso a hacerlo durante unos instantes.

Porque, claro, el momento en que me doy cuenta de que, como es obligatorio, no la llevo, no siempre es el mismo. A veces es nada más salir de casa, antes de coger el ascensor. Otras veces ya en la calle, a varios metros del portal, inmerso en el enjambre de niños, padres y madres que corren y saltan sin dar muestras de asfixia a pesar de llevarla puesta.

Las consecuencias de mi olvido son también variadas. Desde la mirada de alguien en modo entrecejo-fruncido, que, ignoro porqué, no se detiene en mi cara o en mi boca, que sería lo lógico, sino que me recorre de arriba abajo como si fuera mal vestido o desnudo, hasta el vecino o vecina que me increpa con vehemencia, ya que, por ejemplo, he dejado el ascensor contaminado para el resto del vecindario, y además con tal intensidad, que la siguiente persona ya no cabe en el elevador, y tendrá que asesinar de alguna manera a unos cuantos miles de millones de virus malnacidos para llegar a su domicilio. No obstante, he de decir, en justicia, que en otras ocasiones nadie me dice ni pío.

Retomo en este punto al verdadero objetivo de este relato: buscar las razones de esta acción, tan contraria a la legislación vigente: muchos, casi todos los días que salgo a la calle, se me olvida en casa.

Sé que, si se lo comentara a mi hijo Ignacio, persona ciertamente sarcástica y ocurrente, me diría muy serio aquello de: “A ver, papá, ¿cuántos años dices que tienes?” La verdad es que como justificante de la transgresión, es gratis, perfecta, cómoda, y lleva a asentimientos y sonrisas, en general bienintencionadas. Y ya está, aquí se acaba la historia. Es cosa de la edad, y punto.

Pero esta tranquilidad que debería provocar la alusión a los años vividos, tiene un regusto amargo. ¿Y si todo esto es porque tengo algo (malo) en la cabeza? A continuación, aparecen los fantasmas en forma de isquemia cerebral, Alzheimer precoz, o síntomas de una COVID no diagnosticada, pero persistente. No me apetece nada de nada. Lo de meterme en médicos no entra en mis proyectos inmediatos. Es mi última e indeseable alternativa.

Sigamos. Otra posibilidad es que esta cotidiana distracción sea consciente. Vamos, que lo haga aposta, deliberadamente. No, nada más lejos de mi intención. Tampoco de entablar un debate en plena calle sobre el tema. Y no es que yo esté precisamente de acuerdo con la necesidad de llevarla en todo momento y lugar, que no lo estoy. Pero no me apetece arriesgarme a que la situación se transforme en algo tenso y desagradable. La exaltación y el miedo están muy repartidos, y a veces tienen incontrolables consecuencias. Procuro respetar las opiniones y actitudes de las demás personas. No me tengo por provocador.

Y llego a la última posibilidad que se me ocurre. También procede del inconsciente, y propongo que quizá podría localizarse en algún recóndito lugar de la masa cerebral. Un lugar, probablemente ya muy pequeño tras 8 meses de estar más o menos sitiado por la vorágine de malas noticias, peores augurios y escasas posibilidades para convivir de forma natural. Un sitio que de repente toma protagonismo, y ordena automáticamente comportarse como siempre, sin afán reivindicativo, sin intención de convencer. Es sólo un reducto de resistencia, un refugio de normalidad. Un clic que salta casi a diario, anulador en ese momento de lo inevitable, de ese desagradable instante. Dura sólo segundos, justo hasta que el respeto y la intención de evitar malos rollos lo anega todo, y me doy media vuelta para casa a cogerla. Pero, me pregunto: ¿podría crecer ese lugar? ¿se podría favorecer su expansión?

A pesar de su brevedad, es en ese trayecto de vuelta a casa, junto al cabreo por tener que perder un tiempo a veces precioso, cuando aparece esa sensación de alivio, de cierto orgullo personal. Ya sé, no es algo exportable, pero a mí me reconforta. Incluso esbozo una sonrisa.