Llevo ya unas semanas preocupado. Algo está pasando. Lo de todos los días ha dejado de ocurrir. Podrían ser unas vacaciones, ya que estamos toda la familia junta, pero, ¿unas vacaciones en casa?, raro, raro. No es que yo tenga mucha experiencia en esto de las vacaciones, pero es que las pocas que he disfrutado en mi corta vida me las he pasado en la playa, jugando y comiendo arena durante los revolcones inherentes a mis intentos de comenzar a caminar por mi cuenta y riesgo.

A ver, aunque no sean vacaciones, no digo que no estén mal estos días. Sólo digo que son rarillos. Lo primero, mis padres están todo el rato en casa, estupendo, fenomenal, pero no es normal. Y cuando salen, algo que sé porque los veo coger el carro de la compra o las bolsas de basura, salen solos, es decir, o sale mi madre o sale mi padre; nunca los dos juntos. Raro, ¿no? ¿Estarán enfadados?, me llegué a preguntar. Pues no lo parece porque salen de casa con una sonrisa en la boca, y además se dan un beso, eso sí con cuidado, más suave, no como antes, que lo oían hasta los vecinos.

Una cosa parecida pasa con Tigre, que debe estar contentísimo, casi tanto como ellos. Le sacan 3 o cuatro veces a la calle todos los días, y medio se pegan por hacerlo. Déjame a mí, anda, dijo el otro día mi madre, poniendo una carita que no veas. En fin, desde mi altura, yo solo veo que Tigre está todo el día con el rabo dale que te pego. Como unas castañuelas. Claro, llega la noche y está agotado el pobre.

En casa, siempre están muy pendientes de la tele. Se habla mucho de no sé qué bicho, que debe estar ocasionando muchos problemas porque ellos y los que salen por la tele tienen cara de preocupación. Mis padres a veces se echan las manos a la cabeza. Algo no va bien. No sé si ese bicho pica, pero se ponen el termómetro de vez en cuando, aunque no tengan mocos, ni tosan. A mí también me lo ponen, y a Tigre, pues aún no me he fijado. Además de la tele, están continuamente mirando el móvil. Hablan con gente, chateando todo el santo día, en fin, no me gusta un pelo lo que está pasando.

Además, esto de que no me dé el sol como es debido no puede ser bueno. Mis papás tienen mala cara y están pálidos. Yo debo estar como una aspirina. Me ponen en una habitación con la ventana abierta, para que entre el sol por la mañana. Pero no es lo mismo. Ese jaleillo de otros niños, los papás charlando, en fin, el parque debajo de casa es otra historia. Ojalá pueda salir a la calle pronto. Claro, yo sólo no puedo, tendría que ser con alguien, o mi madre, mi padre, un vecino, me da igual, pero un poco de sol, por favor.

Claro, ante este desastre, yo reclamo atención. La verdad es que ambos se desviven por distraerme. A dibujar, ya ves, yo a hacer rayajos; a echarnos la pelota; no cojo ni una; a hacer cosas con el Lego, ¡cuidado! ¡a ver si se va a tragar alguna pieza!; o un puzzle sencillito, que hará mi padre o mi madre; yo solo observo. Pero también se distraen. La verdad es que yo estas cosas ya las hago en la guardería con mis amigos y amigas, a quienes, por cierto, echo mucho de menos.

La rutina diaria ha cambiado por completo. Por ejemplo, llega un momento por la mañana en que cada uno se mete en una habitación y dale que dale al ordenador. Yo voy, con dificultades, primero a una y después a otra, y los veo como si estuvieran trabajando, concentrados. Al final me meten en el corralito con Bob Esponja, Pluto, y el Panda, que es mi peluche favorito. De vez en cuando les pregunto si ellos saben qué pasa. Oye, nada, ni palabra. Creen que todo es cosa de un bicho que viene de Marte. ¡Estos muñecos, como para fiarse ¡

La verdad es que mis padres nunca han sido grandes bebedores, pero ahora, un día sí y otro no, veo cómo recogen por la mañana una botella de vino o de lo que sea, o unas cervezas. Y es que, por la noche, viendo la tele, le deben de estar dando al codo a base de bien en estos días. A lo mejor han descubierto que al bichito ese se le mata con mojitos. O que se puede hacer una vacuna a base de Cabernet Sauvignon.

Tampoco son deportistas. Un poco de yoga, un poco de gimnasio, y nada más. Ellos se creen que no los veo, pero cuando me creen dormido les pillo poniendo algún programa en la tele, y empiezan a estirarse, a poner unas posturas muy raras, movimientos extraños, emiten quejidos y, menos mal, se ríen un montón. Yo también me lo paso pipa.

¿Y, a todo esto, dónde está Yoli? Lleva un montón de días sin venir. ¿Estará mala del bicho? Espero que no. A lo mejor se ha puesto de huelga. La echo de menos también. Me lleva a la guardería todos los días, vuelve a casa, y después mi madre o mi padre me recogen por la tarde. Espero que esté bien. Yo la quiero mucho, y ella también. Claro, su ausencia tiene algunas consecuencias. La casa está, bueno, más bien regular. Y además hay que hacer la comida. Mi padre ha decidido ponerse el gorro de cocinero, que hay que ver lo mal que le sienta, y aprender. No parece que le vaya del todo mal, aunque a veces se oyen gritos de mi madre y sale humo por la puerta de la cocina.

Otra cosa. Tenemos muchas llamadas. La tía Conchi, el tío Andrés, los abuelos, llaman cada 2 o 3 días. Que sí, que estamos bien, ¿y vosotros? Al parecer a ellos tampoco les ha picado nada. Como otras veces, pero ahora muy a menudo, veo a mis primos por la pantalla del ordenador. Mi padre me coge como si fuera un trofeo, y me enseña para que se me vea. ¡Qué rico está! Diles algo Luisito, mira tus primos que grandes están. Y ellos mueven la mano, o hacen aspavientos, tonterías, o rompen a llorar. En fin, un poco tostón, pero no está mal.

Y llega el momento de la ventana. Todos los días igual. Allá donde estén de la casa, se van los dos como posesos a la ventana del salón, y la abren de par en par, sin atender a la temperatura del exterior, que a veces es de gorro y bufanda, y se lían a aplaudir como si les hubieran dado cuerda. El primer día rompí a llorar y tuvieron que cerrar la ventana del escándalo que estaba montando. El segundo también. Es que no sabía qué iban a hacer. No sé, me llegué a imaginar que se iban a tirar, vamos, un horror. El tercer día fue aún peor, porque me cogieron en brazos y nos dirigimos los tres hacia la ventana. ¡No, suicidio colectivo, no! Inmediatamente me tiré de los brazos de mi madre. Aquello era demasiado. Pero poco a poco fui entrando en razón, y ahora hasta me gusta que llegue esa hora. Mi padre me enseña al vecindario por la ventana, y aplaudo yo también, y muevo las piernecillas como si bailara, y me río por el jaleo que se arma fuera. Menos mal que no tengo vértigo, porque vivimos en un catorce. Y, nada, estamos 5 minutos, y para dentro, a cenar. Muchos días terminan con los ojos rojos, como si hubieran llorado. Si este aplauso es para matar a ese maldito bicho, y que mis padres estén mejor, pues estupendo.

Este momento al aire libre también favorece la relación con nuestros vecinos. Unas buenas gentes que antes de esta rara etapa venían a casa, o mis padres a la suya, y se zampaban unas cosas bien ricas. Después del aplauso, a veces se citan en el Meeting Point, que es como llaman al rellano de nuestros pisos. Y se tiran hablando un buen rato. Y me he dado cuenta que ese bichejo debe exigir que la gente esté a cierta distancia una de otra. Conmigo no va la cosa, pero ellos, los mayores, no les veo yo muy dados a no abrazarse, darse la mano, unos besos, en fin, estar más cerca. Tendrán que aprender si esto sigue así.

Bueno, espero que esto dure poco. Por mis padres, a quienes veo preocupados, haciendo unas cosas a las que no están acostumbrados y desesperados por salir a la calle, y por mí, que estoy harto ya de estar en casa y no tomar el sol. Pero me aguantaré. Por cierto, me han regalado un coche de peluche que cuando le aprietas en cualquier lado suena una canción con una palabra que se repite continuamente: “RESISTIRÉ” ¡Lo que inventan los mayores!