Chari y Joselito están en la amplia terraza de la Torre Tavira, disfrutando de las vistas de la ciudad.

  • Oye, quillo, ¿has visto lo que se ve desde aquí?
  • Claro, chocho. Se ve tó Cái.
  • ¡Anda picha!, nos hacemos unos selfis y bajamos a ver lo de la cámara oscura.

La torre, nombrada torre vigía oficial para el puerto en 1778, tiene una altura de 45 metros sobre el nivel del mar y ofrece una espléndida visión panorámica de toda la ciudad vieja. Desde allá arriba se entiende la vocación marinera de la ciudad, algo ineludible, digamos obligatorio, dada la estrecha franja de tierra que la une a la península. Afortunadamente son pocos los edificios que, a modo de atentado arquitectónico, rompen con la agradable uniformidad de las casas blancas de la ciudad.

La torre posee una de las 9 cámaras oscuras que hay en España. Un juego de lentes proporciona unas imágenes en tiempo real de lo que está ocurriendo en el exterior con asombrosa nitidez. El efecto, conocido desde la antigüedad, fue descrito ya por el físico árabe Alhacén quien en el siglo XI describe la cámara oscura con detalle en su «Libro de óptica», y es la base de la cámara fotográfica clásica.

  • ¡Joselito! ¡Mira!, la catedral, y el puerto, y la gente paseando por ahí.
  • ¡Qué bastinazo!
  • Sí, es como cotillear sin temor a ser descubierto. ¡Qué flipe!

 

Chari y Joselito, terminada la visita, bajan a la calle e inician un paseo por la ciudad vieja.

  • A ver, quilla, que yo ya empiezo a tener un poco de hambre, ¿eh?
  • ¡Ay, mira que eres jartible! Vamos a dar una vueltecita ¡anda!

La ciudad vieja de Cádiz, el verdadero Cádiz, o sea, lo que está más acá (o allá, dependiendo de donde se esté) de Puerta Tierra, es algo excepcional. Calles estrechas, larguísimas, llenas de encanto, y salpicadas de bares y tiendas. Los edificios están bien restaurados, y algunos de ellos conservan aún la piedra ostionera, característica de las construcciones de esta zona. De vez en cuando, muchas de ellas se interrumpen por plazas de diferentes tamaños, casi todas con árboles, algunos centenarios y con una altura sorprendente. Y algo tienen en común: todas tienen algo por lo que permanecer un rato en ellas. Un monumento a alguien o a algo, una conmemoración, un recuerdo en forma de placa en la pared o junto al quicio de algún portal, etc. Un verdadero placer que invita a relajarse en alguno de sus bancos o terrazas.

  • ¡Niña! ¿Tú sabes que estamos en Carnavales?
  • Pues claro Joselito, ¡no me seas carajote!
  • Bueno Chari, lo digo por lo de tomar un algo. Que esto está hasta arriba de gente. Mira, pá empezar podríamos empezar ahí delante, en la Taberna de la Manzanilla.

El lugar es un alucine. Mezclados entre vecinos y clientes de toda la vida se dejan ver guiris que no dan crédito a lo que ven sus ojos, que no es otra cosa que una exaltación de la esencia y el carácter universal de la taberna española de toda la vida, con sus botas, su aparador exhibidor de madera y cristal, mesas, banquetas, y carteles y fotografías de la fauna y la flora que ha habitado el establecimiento desde su apertura en 1942. Es una historia del vino de la tierra que no es otro que la manzanilla: fina, olorosa, pasada, amontillada fina y amontillada vieja; así como distintas clases de Jerez. Si se tiene la fortuna de que alguien de la familia explique el cómo, cuándo y porqué se elabora esta exquisitez, y se prueba de cada una de las manzanillas, y además todo se acompaña de unas tapas ricas, se echa un rato de lo más agradable, aunque con algún riesgo de no saber con exactitud donde se encuentra el portalón de salida.

La pareja continúa su paseo por las calles gaditanas, ya libres de todos los residuos que el carnaval dejó desperdigados la noche anterior.

  • Joselito, como no comamos un poco más yo no aguanto. Estoy un poco mareá, y me está entrando un sueño que pa qué.
  • Mira, ahí está Casa Manteca. Aquí se debe comer bien, está a tope. ¿Tú que quieres, chocho? ¿Sigues con la manzanilla?
  • No, no. Pídeme una Cruzcampo con limón, y lo que quieras de papear.

La gastronomía gaditana ofrece un buen abanico de posibilidades a la hora de empapar la ingesta de liquido con mayor o menor graduación de alcohol, algo que, siendo algo habitual por estas tierras, se exacerba de forma exponencial durante las fiestas de Carnaval. En efecto, se bebe mucho, pero también es verdad que se toman unas cumplidas tapas. Los típicos chicharrones, los chocos, las tortillitas de camarones, las pijotas, el rabo de toro, y otras delicias actúan convenientemente moderando los efectos euforizantes de los caldos de la tierra. La fritura lleva en su interior el secreto de cómo conseguir su textura. El secreto se lo lleva el satisfecho comensal.

  • Chari, ¿estás muy cansada?
  • No, estoy mejor, ¿dónde quieres ir?
  • A dar una vuelta por la playa. ¿Te apetece?
  • Vamos, picha.

Puerta Tierra es la frontera que divide la ciudad en dos. Es el límite entre lo tradicional y lo moderno, entre las casas de pescadores y las de apartamentos para veraneantes, entre lo costumbrista y lo impersonal. Esta transición se hace en Puerta Tierra, y es contundente. Al atravesarla desde el Cádiz antiguo, se entra en algo que ya se ha visto y a veces padecido, en otros lugares de nuestra geografía. Edificios altos, volcados hacia la playa, hacia la inmensa Playa Victoria. Desde el arenal, la visión es magnífica, con todo el Atlántico por delante, allí donde se pone el sol ofreciendo un ocaso imperdible. Si a eso se une el continuo masaje del omnipresente viento en la cara, la sensación durante esos minutos puede ser sumamente placentera.

  • Quillo, haz fotos de esto. Es un bellezón.
  • ¡Qué maravilla! Anda, Chari, dame un pico…bueno, unos pocos, mi arma.

Cae la tarde, y la ciudad se reorganiza poco a poco. Esta calle, aquella esquina, se preparan para recibir a las chirigotas, los coros, las comparsas, y toda la parafernalia que envuelve al Carnaval. Las cabezas se agolpan en torno a la esencia de esta fiesta: la espontaneidad, la transgresión, la tolerancia. Es todo un espectáculo. Mejor dicho, decenas de espectáculos en directo, disfrutados a muy poca distancia de los actores-cantantes-recitadores-músicos.

Un mundo teatral de una increíble creatividad. La anarquía en los ademanes y gestos hace que no se pueda atender a alguien en especial de los componentes del grupo. Hay que fijarse en cada una de las personas, cómo lo cuentan, a su aire, de qué manera intentan convencer al público, a quien logran comprometer repitiendo de forma pertinaz el estribillo para que después los acompañe cantándolo o recitándolo. Los acompaña una fábrica inagotable de disfraces, a cada cual más ocurrente, siempre en consonancia con el tema que quieren transmitir.

  • Ozú, niña, ¡cómo cantan de bien!
  • Eso, y parecen gente de lo más normal.
  • Claro que lo son, y además aquí no hay trampa ni cartón. ¡Cucha!

En efecto. En forma de coplas, estribillos, popurrís, o tangos, las chirigotas se suceden, con el margen de espacio suficiente para tener su público. Ni mucho ni poco. Justo el que necesitan para conmover, exaltar, transmitir.

Una mención aparte merece el libreto. Es increíble el ingenio que se desparrama en las noches de Carnaval. Las letras de las canciones son una verdadera batalla sin cuartel entre lo ingenioso, ocurrente, agudo, talentoso, pero siempre oportuno, con la más rabiosa actualidad debajo del brazo. Esto quiere decir que los temas son infinitos: política, algún novedoso ingenio de satisfacción sexual, sucesos en la salud comunitaria, alguna sana modalidad gastronómica, noticias y protagonistas locales o nacionales, etc. Todo cabe, todo es posible. De todo se puede hablar, cantar y gesticular. Aunque a veces se sienta una especie de pequeña convulsión interna que muestra cierto desacuerdo con o cómo se dice esto o aquello. Todo se tolera e incluso se reivindica, a pesar de lo directo de las letras, o de lo profundamente tradicional, y a veces atávico, de llamar a su manera a las cosas o a las personas.

La chirigota termina con una cerrada ovación, y la sonrisa permanece en las personas asistentes. Es la hora de comentar el disfraz, el tema, la letra, de canturrear el estribillo que se ha aprendido sí o sí. De disfrutar lo vivido. La noche de Carnaval es eterna.

Cádiz es una ciudad distinta. En Carnaval, un modelo de transgresión.

 

Dedicado a Ana y Bartolomé, vecinos, amigos, y guías de este viaje carnavalesco. Y también para Carmen y Luis, que nos sorprendieron con sus increíbles disfraces, pero no con su cariño, siempre presente.

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