Lo he pensado mucho, pero no me puedo resistir a escribir algo sobre la sentencia dictada por el Tribunal Supremo hace ya más de una semana. Para ello, debo asumir dos limitaciones en mi opinión importantes. Por un lado, no soy catalán, ni tengo familia catalana, y nunca he vivido en Cataluña, circunstancia que me aleja de la realidad vital de la población, y de la letra pequeña de sus avatares sociales y políticos. Afortunadamente tengo personas cercanas suficientes, tanto en número como sobre todo en sabiduría y calidad humana, con quienes he podido hablar y debatir sobre la situación. Por otro lado, nunca he estado relacionado con el mundo de la legislatura. De todos modos, mi desconocimiento en profundidad de los temas legales me ha llevado a recabar opiniones al respecto, e incluso solicitarlas directamente a expertos, también cercanos, con objeto de comprender mejor el alcance del problema.

Asumiendo estas circunstancias, y las reacciones no precisamente favorables que pudieran aparecer, pero, sobre todo, con la libertad de expresión debajo del brazo, me permito hacer las siguientes consideraciones sobre estos días tan tristes.

Malos tiempos para la democracia en España. Después de tantos y tantos años de conflicto puramente político, los políticos, sí, aquellas personas a las que pagamos por hacer política, no han sido capaces de sentarse a hablar y evitar un juicio que, en mi opinión, nunca debió empezar. En 2010 se cercenó el Estatuto de Autonomía por parte del Tribunal Constitucional a requerimiento del Partido Popular, y una parte importante de la población catalana vio reprimido su deseo de decidir su futuro como nación. Desde entonces, los partidos que representan a dicha población han estado en permanente conflicto político con el Estado español.

Diada tras Diada, votación tras votación, el independentismo demostró su crecimiento. “Mariano, mira la tele, que hay mucha gente. No te preocupes Soraya, que lo tenemos todo controlado. No hay mayor desprecio que no hacer aprecio”. Los años pasaron y los partidos independentistas se hicieron con el control del Parlament, y al final tiraron por la calle de en medio, tensando la cuerda hasta límites insospechados.

Sin duda hubo desobediencia aquel 1 de octubre de hace 2 años; flagrante y con conocimiento de las posibles consecuencias políticas y penales. Se desobedeció a unas instituciones que no habían favorecido precisamente los propósitos de autodeterminación de buena parte de la población catalana. Y se desobedeció a la Constitución, ya se sabe, ese libro que va con una garrota en su mano, y que si, en algunos temas, no le obedeces, te arrea unos cuantos garrotazos en número variable: de 116 a 155. El escenario fue un referéndum en efecto desobediente, cívico y pacífico, ensombrecido por el desprecio del gobierno central y la violencia de las fuerzas de orden público. Ese día, con toda la razón, no se ha olvidado. Después vinieron lo desatinos políticos y las declaraciones fugaces. Todo muy mal gestionado.

No me atrevo a detenerme en valoraciones técnicas, ni del juicio ni de la sentencia. Pero tengo dos dedos de frente y el suficiente sentido común, y como otras muchas personas en este país, tener dos años en una cárcel esperando juicio, sea por lo que sea, y sean quien sean las víctimas, es algo bochornoso, irritante si recordamos otros caos recientes, y, en este caso, sospechosamente dilatado en el tiempo. Sobre la sentencia he leído a muchos y a muchas, y he de decir que la gran mayoría opinan que ha sido deliberadamente excesiva. Mas aun cuando hay dudas en la frontera entre desobediencia y el castigo final, la sedición. Sé lo que significan una u otra alternativa, y las penas tan distintas que acarrean consigo, por eso, si hay gentes, incluso juristas, que dudan, es fácil pensar que se ha elegido una sentencia con un gran tinte político, de escarmiento, casi de venganza. La justicia ha manejado como ha podido la patata caliente que le tiró la política, y ha juzgado los hechos, pero también las ideas.

Leeré y escucharé a más de uno, incluso a algún buen amigo, decirme que me falta objetividad, que sólo leo a una parte, que lo que dicen se contrarresta con lo contrario en un santiamén. Bien, lo acepto, pero que tire la primera piedra quien sea totalmente objetivo en este tema. Lo que pasa es que lo que dicen los “otros” ya me lo sé. A los juristas puedo y debo respetarles, aunque disienta. A los demás, a los que sólo piden Constitución represora, 155, tanques en la plaza de Catalunya, suspensión de partidos, etc. les devuelvo la pelota en forma de completo desprecio.

He oído a alguno de nuestros representantes en el Congreso de los Diputados, y en muchos medios, que esta sentencia cierra un proceso, y abre un nuevo tiempo político. ¿Cuánto hay de electoralismo en esta afirmación? El 100%. Nadie se lo cree. Nadie se cree que el juicio, ni la sentencia traerá alguna consecuencia positiva en cuanto al conflicto con Cataluña. Si alguien piensa que el independentismo ha acabado, o se tambalea, está en un obvio error. Nunca lo hará, porque está en su derecho de existir y de pelear por sus ideas. Ya está. Ya ha habido juicio, y se ha dictado sentencia…… ¿y?…….Nada ha cambiado.

La reacción a la sentencia la estaban esperando ansiosamente. Se frotaban las manos. Seguro que va a haber mucho lío, y ya tendremos, por fin, excusa para aplicar el 155, o la Ley de Seguridad Nacional, o el estado de excepción, en fin, algo que atraiga al electorado más reaccionario. Otros confiaban en manejar la situación con la suficiente calma, aunque también con el principal objetivo de aumentar en su expectativa de voto. Y si hay que aplicar algún artículo represor, pues no pasa nada. Porque aquí estamos la mayoría, bien escondidos detrás del de la garrota, aferrados a su vetusto texto. Aunque no se solucione nada. ¡Somos constitucionalistas… y cierra, España!

Y claro que ha habido reacción. Por supuesto. Manifestaciones multitudinarias, pacíficas y reivindicativas. En contra de la sentencia y de la situación de sus líderes políticos. A favor de la independencia, vamos lo que llevan haciendo muchos años sin que los gobiernos sean capaces de tomarse un café alrededor de una mesa para hablar, e incluso, haciendo un esfuerzo, justificar sus sueldos y dar alguna solución. También ha existido violencia. A revisar la actuación policial, a veces exagerada, histérica. A deplorar y condenar (antes que pase más tiempo para que no se me acuse de lo que no soy) los actos violentos y los destrozos de quienes entienden la protesta de una forma incalificable, ya sean de aquí, de allá o mercenarios a sueldo. O sea, ha existido una grave alteración del orden público. No creo necesario poner otros ejemplos similares ocurridos en la historia reciente de nuestro país.

Se nos avecina una campaña electoral en la que oiremos, un día sí y otro también, que el Gobierno central quiere diálogo. Ya saben los partidos independentistas cómo tienen que ir a dialogar: con una banderita de España en la solapa y el libro de la Constitución en la boca. Si no, no les reciben en la Moncloa. No pasan de la verja. Así no hay manera, Sr. Sánchez. Siga usted con su discurso: a ver quién condena antes la violencia (sólo la de los independentistas, por supuesto), que no le cojo el teléfono (lo primero que tendría que haber hecho usted el mismo día de la sentencia), que si no fuera por nosotros… Piénselo, no es lo importante; el juicio, la sentencia, o el orden público, aun siendo de gran relevancia, no son tan importantes como las causas por las que se ha llegado hasta aquí: la inacción de los políticos (también la suya), la judicialización de un serio problema político, y la cobardía de acometer una imprescindible y profunda reforma constitucional para dar la voz a Cataluña. Usted sabe que esta es la única salida. Olvídese de convertir, de devolver al redil o de “constitucionalizar” a casi dos millones de catalanes y catalanas. No voy a tirar cohetes si Catalunya se independiza de España (a lo mejor en ese momento les envidio), pero defenderé siempre su derecho a decidirlo.

El otro día me imaginé al independentismo como un gran castell, esa torre humana tan representativa de Catalunya. A veces los caps de colla discrepan seriamente para organizar a la gente, y por tanto, resulta difícil mantener el equilibrio y la serenidad, aún más ante tanto desprecio político, audacias poco reflexivas, o castigos constitucionales. Pero existe una gran base social, una gran pinya, que sostiene con fuerza a quienes poco a poco, con adelantos y retrocesos, van subiendo peldaño a peldaño hacia su objetivo. Es posible que no lo consigan nunca, o dentro de mucho tiempo, pero tienen todo el derecho a intentarlo.