Viaje rico y diverso en paisaje y lugares, y muy ilustrativo en cuanto a su tumultuosa historia, sus peculiares tradiciones y su rabiosa actualidad. 

EL GRUPO Y SUS GUÍAS 

Ha habido suerte, mucha suerte. Corren tiempos difíciles para la tolerancia, para el respeto a la opinión de la otra persona. Lo que debería ser normal, es ahora excepcional. Grupo estupendo, variopinto, con diferentes acentos, del norte, del sur, del Ebro y del río de La Plata. Personas agradables de trato, de fácil sonrisa, algo siempre de agradecer. Algunas con pequeños problemas de salud, como una pierna de intrigante diagnóstico, o una latosa tos que poco a poco se fue dando cuenta (la tos), que así no iba a ningún lado. En estos casos, la medicina alternativa tuvo mucho que ver para su mejoría. En fin, buenas gentes con ganas de conocer, y sin temor a que se les conozca. 

Y este grupo (el descrito junto al que vino de Lusitania) se merecía unos guías de chapeau. Da mucha motivación saber que, a pesar del madrugón, Ilio te va a dar toda la información, salpicada de anécdotas, versiones y algún tilín tilín de vez cuando para no perderse lo siguiente bajo ningún concepto. Y da mucha tranquilidad tener una conductora rubia platino, de nombre Sarah, ahí escondida detrás del volante, discreta, decidida y seguro que decisiva en alguna curva. Ellas nos han llevado en volandas por las dos Escocias. Un par profesionales como la copa de un pino.

EL PAISAJE

Escocia es un país anegado por el agua y por el verde. En efecto; agua por todos lados. El mar, mejor dicho, los mares que la bañan, muy tranquilos por cierto durante nuestra visita, se adentran en la tierra sin piedad en forma de continuos fiordos. Los lagos son inmensos, algunos famosísimos, otros menos, aunque tal vez mejor, así evitan la contaminación turística. Además, en consonancia con el espíritu escocés del que hablaré más adelante, también hacen una piña entre ellos. Se asocian, como si estuvieran compinchados, se comunican entre sí y se deben de decir cosas, que no alcanzamos a entender. 

¡Y qué decir de la tierra, de las montañas! Si a un niño, o a una niña de por aquí se le dice que coloree un paisaje con montañas, cogerá la pintura verde, y rellenará íntegramente toda la masa montañosa de ese color. Así es. Como si alguien hubiera cogido una inmensa brocha y, pim pam, todo del mismo color: verde. El efecto es magnífico. ¡Ojo!, hay zonas donde ese verde esconde la negra turba llena de agua (cómo no), utilizada entre otras cosas para hacer el whisky ahumado, al que, por cierto, le dimos un buen revolcón.

El paisaje urbano podría aparecer en el siguiente apartado que habla de los contrastes. Por un lado, las ciudades más grandes, llenas de gente, en especial Edimburgo, espléndida, monumental, y que, además, tiene el récord mundial de número de autobuses por habitante. Otras, invadidas de color gris-hormigón, como Aberdeen. Y, por otro lado, pueblecitos encantadores, como St. Andrews o Inveraray, tranquilos, de casa blanqueadas, o pintadas de varios colores. Todo relax.

LOS CONTRASTES

Este país es un contraste en sí mismo. Casi todo tiene una alternativa, a veces muy distinta. Como si el blanco y el negro, o el yin y el yan se hubieran puesto de acuerdo para aparecer a la vez, o de manera sucesiva a lo largo del recorrido. 

Por ejemplo, que se lo digan al inefable unicornio, santo y seña de la antigua Escocia. No digo que, a pesar de su apariencia infantil, se pueda defender con ese tremendo cuerno, pero colocarle al otro lado del escudo un águila todo garras, o un león dispuesto a atacar, como así lo demuestra su prominente lengua (hay que tener imaginación), debe ser algo desagradable. Debe estar más tranquilo cuando le vimos solito, en lo alto de una columna, por ejemplo.

Otro contrapunto entre animales que pudimos observar durante el recorrido. No nos podíamos perder a las famosas vacas de las tierras altas. Todo pelo, todo flequillo. Parecen de peluche (¿lo son?). Pero, al menos el día que las vimos, no parecían prestar mucho interés hacia el turista, y nos enseñaron el lado menos atractivo de su anatomía. A lo mejor pensaron que pudiera haber entre la gente, un barbero o una peluquera con unas tijeras entre los dientes. 

El contraste con este desdén turístico vacuno lo encontramos en Edimburgo. Allí, unas gaviotas de la especie ciudadana iban en modo kamikaze revoloteando entre mochilas, gorritos y móviles. A toda velocidad. No parecían ser agresivas, pero pudieran ser descendientes de aquellas que contrató Sir Alfred Hitchcock….

Y sin olvidar los sorprendentes closes también de esta preciosa ciudad, que comunican el bullicio con la soledad, la bulla (que diría Ilio) con la tranquilidad. Puro contraste en un par de pasos.

LOS ESPÍRITUS

De este tema, Escocia sabe un rato largo, y del que aprendimos un montón en nuestra visita. Caminos de hadas, listos para ser recorridos, fantasmas en algunos castillos e incluso ciudades caminando por la calle, dispuestos a dar algún susto, los polifacéticos y ciertamente traicioneros kelpies, de quienes solo son de fiar en su impresionante forma escultórica.

Pero no se puede hablar de este país sin nombrar a Nessie, el inevitable habitante del lago Ness. Fotografiado, inventado, llevado a la gran pantalla y a la literatura, lo cierto es que cuando llegamos a su inmenso y precioso hogar, nos dijeron que estaba algo resfriado, y que le estaban cuidando unas hadas de por allí. Pues que se mejore. 

LOS CASTILLOS

Continuando con los contrastes, también ellos nos ofrecieron sus dos versiones, totalmente distintas:  el castillo-palacio y el castillo-ruina. 

De la primera versión tuvimos buenos ejemplos en Glamis, Stirling, y en el mismo Edimburgo: todo es esplendor, amplios espacios intramuros, varios edificios, habitaciones señoriales, tapices, cuadros, casi todos retratos de gente sin dificultades económicas, jardines, en fin, todo lo que se le exige a un palacio de los de verdad. Apabullantes y rotundos. 

La segunda versión no le va a la zaga en capacidad de asombrar. Eso sí, están mucho más ventilados. Piedras y a veces pocas, el techo voló o se quemó, los jardines son la hierba que recubre también el entorno. Pero el sitio, su fotogénica ubicación, casi siempre a orillas de un lago, convierte a estos castillos en lugares especialmente encantadores, donde, como se decía en otro tiempo, podías gastar un carrete haciendo fotos sin parar. ¡Qué maravilla Urqhart, Eilean Donan, Kilchum! Sin duda, una de las grandes atracciones del viaje.

EL SENTIMIENTO

En un par ocasiones, mientras nos llevaba Sarah entre esas montañas radicalmente verdes, Ilio nos puso música de varios grupos autóctonos, con un sonido que, poniendo un poco de interés, te transportaba a varios siglos atrás. La lluvia, aferrada a los cristales del autobús no impedía que el paisaje contribuyera a provocar un instantáneo cierre de ojos y a apreciar algo que podría parecerse al sentimiento escocés. No exagero. Y lo digo porque en esos momentos pensé en nuestro país, donde conviven nacionalidades que mantienen un sentimiento de identidad muy arraigado, algo que defienden y por lo que sienten un lógico orgullo.  Todo ello salvando todas las distancias culturales, históricas, y de todo tipo.

Un día sí y otro también, Ilio nos recordaba a algunas figuras estelares de la literatura escocesa, de quienes por aquí se sienten muy honrados: Sir Walter Scott, Robert Burns, Sir Arthur Conan Doyle, Robert Louis Stevenson, incluso de J.K. Rowling, que, aunque inglesa de cuna, comenzó a escribir su magnífica y lucrativa saga de Harry Potter en The Elephant House, un chamuscado pub de Edimburgo. A propósito, conseguimos ver a Harry asomado a la ventanilla de un vagón del tren que pasaba por el acueducto. Nos saludó. ¡Qué majete!

Pero para un nativo o nativa de estas tierras, hay dos lugares donde esas sensaciones de pertenencia y orgullo se deben disparar. 

Uno es Stirling, donde tuvo lugar una famosa batalla con los escoceses como vencedores frente a los ingleses, y donde se erige el monumento-columna al héroe William Wallace, llevado al cine con gran éxito (5 Oscars) aunque la película (Braveheart) dejó bastante que desear en el aspecto histórico. 

El otro lugar es Culloden. ¿Es un centro turístico? Si, sin duda. ¿Es un memorial? También. Lo que pasa es que nada más y nada menos, se trata de un campo de batalla. Allí, por donde pisamos, la mayoría para ver la tumba de los Fraser o el recuerdo de ese clan, quedaron tendidos y destrozados miles de soldados de uno y otro bando. Sobrecoge estar en un lugar donde terminó la lucha por una idea, por un proyecto de vida de miles y miles de personas. Acabar así, de esa manera tan trágica, puede explicar ese espíritu escocés que se adivina en cada montaña, en cada lago, en cada cuadro de la tela de tartán.