Hay pocas cosas en la naturaleza que escapan a la mano del hombre, a su poder transformador que, por desgracia, en ocasiones, es también destructor. Los ríos, los mares y océanos, los bosques y las sabanas, su flora y su fauna, el mismo aire que respiramos, todo está ahí, para ser conservado y también protegido del peligro de la agresión que supone la expansión del género humano en sus múltiples facetas.

Supongo que existen algunas cosas que escapan a nuestro control directo. Es el caso de las auroras boreales. Parecieran verdaderos seres vivos, inalcanzables, independientes, muestran generosamente su belleza y su danza cuando les parece oportuno. Allí se sitúan, en todo lo alto, por encima de todo y de todos, sin importarles quien o quienes las miran y las fotografían, posando y bailando.

Esta independencia del ser humano se contrasta con su subordinación a dos circunstancias que directamente afectan a su razón de ser y a la exposición al ojo humano: la actividad tormentosa solar, y un cielo invernal, despejado, nocturno, y con la mínima contaminación lumínica. Cuando estas premisas coinciden, el espectáculo está casi asegurado.

Tromsø, la ciudad de hielo

La llegada desde el aire a esta ciudad noruega fue espectacular. Prácticamente sólo un color a la vista: el blanco de la nieve y el hielo. Precioso paisaje. La pista de aterrizaje se acercaba y todo seguía igual de blanco. La sensación de tomar tierra sobre el hielo nos tuvo algo en vilo, pero no hubo ningún problema, ningún extraño en la trayectoria del avión hasta la pequeña terminal.

Toda la ciudad estaba cubierta por una gruesa capa de hielo, consecuencia de una temperatura que se mantiene siempre por debajo de los cero grados y de las escasas horas de luz (apenas 5 horas) que por esta época del año existen por allí. “Pasear” por sus calles es todo un ejercicio de equilibrio que hace temer que en cualquier momento te vas a precipitar al frío y duro suelo, con las probables traumáticas consecuencias para huesos y articulaciones. En fin, un cubito de hielo de 70.000 habitantes.

Volcada en el turismo, la ciudad tiene pocos lugares interesantes que visitar. Despacito, paso a paso, nos tomamos algunos minutos en conocer la que llaman Catedral del Ártico, una original construcción que no se corresponde con su interior, bastante soso. Además, es muy agradable la zona del puerto, con bonitas vistas, donde fondea el famoso y turístico Hurtigruten, y algunas calles y plazas llenas de tiendas calentitas donde venden ropa de abrigo carísima, y de agencias donde contratar excursiones tanto para el periodo invernal como para el verano.

El precio de las cosas, incluida una oferta gastronómica bastante limitada, contribuye a estar en una sensación de permanente congelación.

Comienza el teatro de las luces

Nos pusimos en manos de una agencia local de la que teníamos buenas referencias, y con unos precios que resultaban bastante ajustados a nuestro presupuesto. Resultó ser un verdadero acierto, ya que es un grupo de jóvenes, bien organizados, simpáticos y con mucho interés de que el cliente disfrute de las actividades que organizan. Así que ya desde Madrid contratamos dos excursiones nocturnas para intentar ver las auroras boreales. Nuestro objetivo estaba en el cielo.

Flo (Florian) fue nuestro guía en ambas ocasiones. Alto, desgarbado, hiperactivo, y de origen alemán, nos condujo a los recónditos lugares donde las avistaríamos.

Era la primera intentona. Aquello estaba muy oscuro. Sólo una cabaña donde refugiarse del intenso frío. Y al poco rato aparecieron; ¡arriba el telón! Es como si las hubieran soltado para nuestro deleite. A la hora y lugar señalados comenzaron a manchar el cielo con formas lineales que cruzaban el cielo, o aparecían detrás de una montaña como si hubiera explotado algo detrás cambiantes de forma y color, aquí y allá. Una maravilla.

Del ¡oh! inicial y de los minutos siguientes se pasó a buscar consejo a Flo para obtener alguna fotografía de aquella demostración de belleza. Este chico manejó todas las cámaras que le dimos para su ajuste, ya fueran de una marca o de otra. Con la mía tardó segundos, tal vez porque la tenía ya medio preparada según los consejos de un amigo experto de Madrid. Hice una foto y mi sorpresa fue mayúscula: aquello ya estaba dentro de mi cámara, y era precioso; ¡ya tenía una foto de las auroras! Claro, después fueron decenas. ¡Objetivo conseguido! Nos dimos un abrazo, emocionados y satisfechos. Habíamos llegado a tiempo de ver la función de las 10.

En un momento en el que había una menor actividad celeste, nos metimos en el refugio a degustar la oferta alimenticia incluida en la excursión: una sopa de salmón, café y chocolate calientes, y un dulce típico local bastante insulso. La bebida calentita y el lugar, algo inhóspito, pero a buena temperatura, nos vino muy bien; entramos en calor y nos pudimos sentar un buen rato. Volvimos a Tromsø mas contentos que unas pascuas. Teníamos mucha ilusión por verlas, y a la primera ya lo habíamos conseguido. Y además las fotos habían quedado preciosas. Misión cumplida.

Segundo acto: la danza

Al día siguiente por la mañana nos encontramos con un par de jóvenes españoles que estaban estudiando por aquí. Nos dijeron que ellos se iban a ir esa noche a un fiordo donde les habían dicho que se verían las auroras muy bien, y que, además, era una noche que se predecía muy favorable para verlas.

Nos colgamos del brazo de Flo, y allá nos fuimos a disfrutarlas; al teatro celestial. Era una noche especialmente fría, -18° C dijeron, y nuestros pobres pies se fueron resintiendo. Hicimos dos paradas en las que vimos prácticamente lo de la noche previa, o sea, una preciosidad, pero, eso sí, a punto de congelarnos a pesar de las buenas intenciones del guía, poniéndonos un gran cartón donde apoyar los pies, o dándonos el chocolate o café reparador en medio de un lago helado.

Casi renunciamos a salir del minibús en lo que iba a ser la última parada. “Total, para ver lo mismo…, nos dijimos” (hay que ver cómo somos los turistas congelados). Flo bajó para inspeccionar. Volvió corriendo, con los ojos muy abiertos, y prácticamente nos ordenó que saliéramos de inmediato y que bajáramos por un terraplén con nieve hasta media pierna. “Madre mía, como no veamos nada distinto…”). No se veía nada, alguna lucecilla lejana, y seguía haciendo un frío avasallador.

Por fortuna llegamos justo cuando de nuevo se alzaba el telón. El segundo acto fue muy especial.  Las actrices protagonistas fueron desfilando una a una, o en grupos, densas, potentes, tan grandes que dejaban ver poca bóveda celeste atiborrada de estrellas.  Y para colmo se movían, suave y acompasadamente, como si existiera una música de fondo que las hiciera danzar entre las estrellas mientras nos decían desde allá arriba “Abrid bien los ojos, que esto es único” Nos mirábamos en silencio, asombrados, atónitos con lo que estábamos viendo, sin dar crédito y reconociendo la inmensa suerte que teníamos ese puñado de turistas que estábamos allí. Incluso Flo, que iba como loco, preso de emoción, de una parte a otra, trípode y cámara en mano, haciendo foto tras foto y exclamando “¡My God!, ¡My God!. Luego nos dijo que en los 4 años que llevaba allí trabajando no había visto nada parecido.

Casi aplaudimos por tan magnífica representación. Un verdadero lujo y una inmensa suerte.

En un momento dado, allí, muerto de frío y empequeñecido por el espectáculo que nos estaban ofreciendo, les hablé; les dije que de alguna manera formaran parte del equipaje de todas esas gentes nórdicas que dejan sus países en invierno para buscar, por unos días, otro clima y otra forma de vivir. Nos podrían ofrecer aquí, en el sur de Europa, su maravilloso espectáculo de luces y danzas. El teatro estaría a reventar.

Lo imposible, como lo utópico, también te hace vivir.