La verdad es que esta escapada viajera es para escribir lo justo. El volumen de belleza paisajista depositado en la memoria del viajero fue tan elevado que arrincona aspectos del viaje, no menos importantes por cierto, como el humano, el histórico o legendario e incluso el gastronómico. Bastaría con recordar lo depositado en la memoria o en obligadas instantáneas para describir lo vivido. A pesar de esto no me resisto a comentar unas placenteras jornadas en un recóndito lugar de la geografía de nuestro país que intenta conservar valores todavía poco contaminados por el progreso salvaje e ignorante.

La región es fronteriza entre dos provincias, León y Asturias, con paisajes absolutamente distintos y que se beneficia por tanto de esta diversidad, ofreciendo verdor exuberante en el lado leonés y escarpadas montañas rocosas en el asturiano.

Boñar fue nuestra base de operaciones, pueblo bastante apañado donde tienen su casa nuestros amigos Teresa y Eugenio. Una casa cómoda, amplia, perfectamente acondicionada para disfrutar y descansar. He de decir que al llegar tuvimos que ahuyentar a unos pequeños zombis voladores, pasados de rosca vital, que yacían en el suelo o se precipitaban inesperadamente sobre nosotros, o, lo que fue peor, se zambullían en la cerveza de alguien sin avisar. Toda una anécdota que dio para alguna que otra carcajada.

Al pie de las paredes de roca

El camino hacia Asturias fue al principio desalentador. Las nubes bajas solo dejaban ver unos pocos metros del embalse del Porma, el vibrante y truchero río que nos marcaba el camino desde Boñar. A golpe de risas, esas incómodas nubes fueron bautizadas de varias maneras, inspiradas unas en el cine fantástico (Mordor, de El Señor de los Anillos) y otras en la pequeña pantalla (Murdoch, del Equipo A). A pesar de ello, esas nubes nos proporcionaron algunas imágenes preciosas. Fotos y bromas, es decir, algo estupendo.

Cruzar el Puerto de San Isidro y bajar al valle de Aller es empezar a mirar hacia arriba para contemplar esas moles de piedra, que, a modo de gigantes, guardan las puertas de las primeras estribaciones de los Picos de Europa.

Después, el obligado clarete en el Nevada, un bar muy majete de Felechosa. Tengo que reconocer que el Prieto Picudo está bueno y entra bien. Apreciamos variedades, unas más agradables que otras, pero nuestro encuentro con este caldo leonés fue una rutina deliciosa. Allí nos hicimos unas fotos con un tejo espectacular y con una encantadora estatua de un oso con una cría.

Había comida reservada en Cuérigo. Hay que decir que nos pusimos las botas. Potaje de castañas, alubias con setas, en fin, unas deliciosas especialidades del lugar, todo poco light, pero riquísimo. El sitio es muy aconsejable también por su paisaje, de un verdor y amplitud impresionantes y por algo que, si se tiene tiempo y ocasión, no debe uno perderse: una charla con la dueña, una señora sabia, ocurrente, con una energía envidiable, y habladora sin fin, poseedora de convicciones profundas y formas contundentes de convencer a las personas.

Por fin, Rucayo

Llevábamos mucho tiempo esperando conocer este lugar. nuestros anfitriones nos lo habían dicho mil y una veces: venid y disfrutad de esto. Y aquí estábamos, por fin.

Antes de llegar hicimos una parada técnica en el Museo de la Fauna salvaje, después de atravesar Mordor o Murdoch, según versiones, y no poder disfrutar de las hermosas vistas que atesoraba el camino. Del museo poco que decir. Una construcción inapropiada para un contenido evitable para la vista (animales disecados); y para colmo, no nos tomamos precisamente el mejor clarete del viaje, y encima sin tapa acompañante.

Rucayo es un lugar tan apartado que te entra la duda si después de allí hay algo o alguien más. Es como el final resumido de todo el entorno. Esta aldea de unas pocas casas muchas de ellas con dudosa estabilidad no hacen suponer la posibilidad del placer de disfrutar de su entorno. La casa de nuestros amigos está aún llena de proyectos y posibilidades, bien acondicionada, y en ella, a pleno sol, disfrutamos de un placentero aperitivo. ¡Vaya rato más bueno!

El entorno es precioso. Las altas cumbres que le rodean, el silencio sólo alterado por el murmullo del río o por las conversaciones mantenidas entre las vacas durante la encantadora excursión al pantano llenó la mañana de tranquilidad, naturaleza y autenticidad.

El final de la jornada fue para mí una auténtica y agradable sorpresa. Carmen y Concha, primas de Tere, nos recibieron con los brazos abiertos en una de las últimas casas del pueblo. Acogedoras, generosas, casi se podría decir hiperactivas, estuvimos un buen rato de charla, dando buena cuenta de manjares de la tierra como la exquisita cecina o el tremendo membrillo. Impresiona la cantidad de comida que tienen allí, repartida en habitaciones y en una atiborrada despensa, podría alimentar a media comarca. En estos lugares hay que prepararse bien para el crudo invierno.

Agua y leyenda

El último día nos tenía reservada una primera parada espectacular. Allí, en una curva cualquiera de la carretera dejamos el coche como pudimos. Un resquicio en la pared de piedra de la izquierda nos tenía reservada una sorpresa. Tras caminar unos preciosos metros junto al riachuelo, con una exuberante vegetación, y alguno que otro puentecillo vertiginoso, aparece una espectacular cascada de 50 metros de altura, entre rocas inmensas, escondida, casi a oscuras. El ruido del agua al estallar contra las rocas es ensordecedor y la oquedad donde se precipita da cierto respeto. No es de extrañar que alguna de las fotos que hicimos estuviera a la altura de la situación y del entorno. Algo de magia, las hadas estaban por allí, en fin, todo es posible.

La cascada de Nocedo se sitúa enfrente de una gran peña con las ruinas del castillo de Montuerto en todo lo alto. Cuenta la leyenda que lo habitaba un moro llamado Mon, tuerto él, y que dió nombre al castillo. En el cercano pueblo, el rey resistió al avance de los árabes y se negó a capitular con un repetido “no cedo, no cedo” Esta proverbial terquedad terminó dando nombre al pueblo de Nocedo, y del amargo lamento de los musulmanes al retirarse vencidos: “Aviados vamos por estos campos hermosos, donde canta la avecilla”, se explica los topónimos de los cercanos pueblecitos de Aviados, Campohermoso y La Vecilla.

Siempre de la mano del río Curueño, paramos en Valdeteja y Lugueros, dos pequeños lugares llenos de encanto y enmarcados por montañas y hermosos puentes sobre el río. Nuevamente no fuimos fuertes, y no nos resistimos al clarete y a las tapas. No encontramos ninguna razón para hacerlo.

Después de comer abundante y casero en Boñar, pasamos la tarde entre píos y ladridos. Allí, en aquella granja urbana, viven varias decenas de aves entre gallinas, patos, ocas, bien alimentadas, y controladas estrechamente por un amigo de cuatro patas, inagotable, cuyo inmenso cariño y extraordinaria capacidad saltarina estuvo a punto de dar con nuestros huesos en el suelo. Lo pasamos verdaderamente bien.

Para terminar la jornada nos acercamos a Adrados, un pequeño pueblecito donde admiramos una casa rural muy aconsejable como alojamiento y punto de partida para las inexcusables excursiones por la comarca. Bastante fotogénico, por cierto.

Vicios divertidos

No puedo terminar este relato sin referirme a otra de las constantes de viaje. Ya he hablado del clarete, las montañas, el agua del río, los pueblos, etc., pero llegada la noche se imponía el juego de cartas. Para la Real Academia el término vicio tiene varias acepciones, entre ellas están: “falta de rectitud o defecto moral en las acciones” y “gusto especial o demasiado apetito de algo, que incita a usarlo frecuentemente y con exceso”. Es obvio que la segunda es la que más se corresponde con lo que ocurría. Ninguna inmoralidad, desde luego. No hacía falta ni hablarlo. Sólo unas miradas y todo estaba listo, la mesa dispuesta y, ¡a jugar! Unas risas, sorpresas del juego, algún inocente cabreo, todo acompañado de cerveza fresquita (Manila, por ejemplo) y alguna persona con empacho de golosinas. ¡Vaya sentadas!

En fin, cuatro días como cuatro soles. Plenos de tranquilidad, sin prisa alguna. Es una suerte tener anfitriones que te enseñen unos parajes que afortunadamente son todavía muy desconocidos y que están lo suficientemente alejados de la masa turística que lo invade y degrada todo. Ojalá sea así por muchos años.

Nos conjuramos para volver en breve de la mano del Porma, a visitar otros pueblos y paisajes, a conocer otras leyendas, a degustar otros manjares, o a descubrir tesoros escondidos.