– ¡Mira, mira aquellos que van por ahí!
– ¿Dónde?
– Ahí abajo, en medio de la nieve. Están un poco locos, ¿no?
– Ah, ya reconozco a algunos. Ya han estado por aquí más veces y se conocen bien el terreno. Sobre todo, el que va delante. Ese se sabe esto al dedillo.
– Es que, para caminar, no está nada fácil, no vaya a ser que se cansen demasiado, o se resbalen y se hagan daño….
– Tranquilo, no pasa nada. Aquí estamos nosotros.
En efecto. Allí estaban, pétreos, monumentales. Vigilando a quienes nos estábamos dando el gustazo de estar por allí. Inevitable verlos. Son los mismos, pero están por todas partes. En cada curva de la carretera, en cada esquina de este o aquel pueblo. Silenciosos, atentos a lo que pasa a su alrededor, cuchicheando y cotilleando entre ellos.
– ¡Mira aquellos! Haz algo, caray.
– Pero ¿qué quieres que haga?
– No sé, un alud pequeñito, con algo de ruido. Para que se asusten un poco y se den media vuelta, y no pasen de ahí, porque se pueden caer y hacer mucho daño. Y encima van con niños. Hay que tener valor, ¿eh?
– ¿Y esos otros? ¿Dónde se habrán comprado esos modelitos? No van a caminar ni 100 metros. Vienen de postureo. A hacerse unas fotos, y ¡¡para abajo!!
– ¡Ay, déjales en paz! ¡Qué más te da!
La nieve les daba un aspecto aún más majestuoso, y al mismo tiempo algo más cálido que cuando están desnudos de roca. El recorrido con el teleférico es fabuloso. Centímetro tras centímetro te elevas suavemente, como si tirara de ti hacia arriba algo menos material que un ingenio mecánico.
El mismo pico desde varios ángulos se convierte en otro, y, diez metros más arriba, en otro distinto. Ellos no nos pierden ojo. Les gusta ver cómo abrimos los ojos de par en par, asombrados, felices, y cómo abrimos nuestros objetivos para que algo de eso quede en algún sitio además de en nuestra memoria.
Roca y nieve, nieve y roca. Allí arriba yacen juntas, confabuladas en la belleza, compinchadas para la foto de concurso. Les encanta posar.
– Y ahora se irán a comer, ¿no?
– Claro. Los que han caminado, para reponer fuerzas, y los que sólo han hecho fotos, también. Se lo pasan de miedo comiendo lo que se les da por aquí: que si cocido lebaniego, que si sopitas ricas para entrar en calor, en fin, míralos, por allí van tan contentos.
– Y después a casita, que hace frío, ¿no?
– Bueno, siempre pueden visitar algún pueblo de por aquí. Los hay preciosos. Tú los conoces: Cambarco, Cahecho, Mogrovejo, Potes. Además, desde esos lugares somos también muy fotogénicos.
– Vale, pero no suelen demorarse mucho. Enseguida se van a su casa, encienden su chimenea, se ponen cómodos, se abren una cervecita… Incluso ví a unos el otro día jugar a las cartas con mucho interés, y hasta las tantas de la noche. Estos humanos son raros, raros.
– Sí, sí. Se entretienen con cualquier cosa. Como nosotros, que llevamos aquí no sé cuánto tiempo…
– Pues 300 millones de años. Me dijo hace tiempo Peña Olvidada, que se debería de llamar Peña Sabionda, porque entiende de todo.
– Bueno pues eso. Que desde que estamos aquí no hemos hecho otra cosa que mirar.
– Y sobre todo a los humanos, que poco a poco han puesto todo esto lleno de sitios donde vivir. Con tal que no se pasen de rosca, y nos invadan más de la cuenta….
– Pues habrá que estar atentos, porque en caso contrario llamamos a unas miles de nubes y las ponemos por aquí por el tiempo que sea necesario. Y así no se nos ve ni desde aquí arriba ni desde allí abajo. ¡Hala! ¡Huelga de nubes!