- ¿Gus? ¿Eres Gus, verdad?
- Si, querida vecina. Aquí estoy.
- Pero, ¿qué haces aquí?
- Pues lo de siempre, ¿no lo ves? Terminando con lo poco que has dejado de comida húmeda en tu comedero, como de costumbre. Pero, una cosa, ¿cómo es que me ves? Acuérdate que dejé este mundo de los humanos hace unos días, y ahora estoy allá, al otro lado del arco iris. He venido de incógnito.
- Bueno, ya sabes que los gatos vemos cosas que los humanos, y otros animales, no ven. Muchas veces en casa me dicen: “Valentina, ¿qué estas mirando allá arriba?” Claro, ellos no ven nada, pero yo sí. Por eso ahora, Gus, te estoy viendo, aquí mismo, como si estuvieras aún vivito y coleando, nunca mejor dicho. Pero tú también me ves a mí, y, en fin, muy vivo no estás, que yo sepa.
- Ya. Es que me han dado esta facultad allí, en mi mundo. Estoy en una condición digamos fantasmal, que puedo estar sin ser visto, salvo por seres tan especiales como tú. Hay que ver los raritos que sois los gatos. Pero te diré, que esto del espectro, mola, me lo paso pipa.
- ¡Qué le voy a hacer! Venga, vamos a ver, ¿Cómo estás? ¿Qué tal ese sitio donde te encuentras?
- Bien, estoy muy bien. Un clima excelente, mucho espacio, la mayoría del tiempo al aire libre, y mucho compadreo, muy buena comida, muchas pelotas de tenis para jugar, y una cama redonda, muy parecida a la que tenía aquí.
- ¡Me alegro muchísimo! Entonces, ¿no echas nada de menos?
- Claro que sí, Valen. No te lo voy a negar. Muchas cosas, y sobre todo, a mis cuidadores.
- No me extraña. Te querían un montón, y habrás comprobado que lo han pasado muy mal. Aún siguen muy afectados. Yo los veo a veces en el rellano, y tienen una carita de pena…
- Lo sé, lo sé. Me acuerdo mucho de sus palabras tan cariñosas, de sus comidas tan ricas, de las tardes en el sofá, y ¡cuándo Ana me cogía en brazos! ¡qué momentos, amiga mía! Aunque duraran poco porque enseguida me ponía algo nerviosillo, es verdad, pero me encantaba.
- Una cosa, por allí paseas solo, ¿no? Sin correa, por donde te da la gana…
- Claro, claro. Pero yo no llevaba mal lo de la correa. Cuando me paseaban por debajo de casa, iba bien, a pesar de que algunos colegas no eran precisamente santo de mi devoción. En general me gustaba mucho, incluso cuando me llevaban lejos de Madrid. Íbamos a veces a una casa a la que no terminábamos de llegar nunca. Estaba lejísimos, chica. Pero una vez allí, fenomenal. Me lo pasaba muy bien.
- ¿Y te acuerdas de mis cuidadores? También han sentido mucho que te hayas ido.
- Claro que sí. Eran muy majos. Bueno, ya sabes mi inercia de irme hacia tu puerta cuando alcanzábamos el rellano desde el ascensor. Detrás de esa puerta estaban ellos, y también estabas tú, que estaba seguro de que me dejarías apurar tu atún con mejillones, por ejemplo.
- Yo siempre te ha dejado entrar, Gus. Pero sin pasarte, ¿eh?
- ¡Qué me vas a contar! Te plantabas en mitad del pasillo, o en la puerta de la habitación en la que había entrado, y no movías un pelo del bigote. La verdad es que cuando tomabas esa actitud de monolito, me dabas un poco de miedo. Yo meneaba la cola, a ver si te transmitía confianza, pero ni por esas. Alguna vez me pegaste unos bufidos de aúpa.
- ¡Es que yo debo defender mi casa!
- ¡Pero era yo! ¡Tu queridísimo vecino!
- Ya, ya. Pero eras, no lo niegues, un poco locatis. Ibas de una habitación a otra, como si tal cosa, brincando, husmeando, y meneando tu cola sin parar. Yo no te podía perder ojo. Y eso que tenías una excelente fama, de buen carácter, listo, alegre y juguetón. Todo lo contrario que yo. En el fondo te tenía un poco de envidia.
- Pero acuérdate que también hemos compartido habitación en tu casa, sobre todo en la cocina, allí, tumbaditos, tranquilos, fueron buenos ratos. Mira, Valen, yo a tus cuidadores los he querido un montón. Les tenía mucha confianza, y les contaba muchas cosas cuando coincidíamos en el rellano. De mis relaciones con los colegas del barrio, de que a veces me quedaba como atontado sin pensar en nada, o que notaba algunas palpitaciones, en fin, ellos me escuchaban y hacían como si me comprendieran.
- ¡Qué lástima que no nos puedan entender! Pero es que los humanos son seres muy limitados, Gus. ¡Pobrecillos!
- Mira, me acuerdo una vez que me llevaron al veterinario porque no podía casi andar. Y, chica, allí me metieron no sé qué, por mi mismísimo culo…
- ¡Virgen gatuna!
- Sí, sí. Por ahí mismo, y oye, me puse en marcha como una moto. Y se lo conté a todos en el rellano. Se reían, me acariciaban, parecían comprenderme.
- Es inútil.
- Sí, Valen, pero hacen esfuerzos tremendos por hacerlo. Y nosotros, debemos de seguir intentando que entiendan a base de sonidos, posturas, ¡qué se yo! Les necesitamos y los queremos. Y ellos a nosotros también.
- Tienes toda la razón, Gus. Por eso, si no te importa, voy a ver si le pego unos cabezazos en las piernas al primero de mis cuidadores que vea, y me ponen la cena, que ya va siendo hora. Ah, una cosa. Ve mirando los sitios donde se ponen los gatos. Mira a ver si son de suelo blandito, soleados, con buenas vistas. Y me cuentas.
- Muy bien, vecina. Yo vendré por aquí de vez en cuando. Ha sido un placer verte y hablar contigo. Hasta otra ocasión.