Reflexión en cuatro actos

 

Primero.- La población no es tonta.

Más tarde o más temprano, las personas enferman. Adquieren padecimientos de forma repentina o estos aparecen con el paso de los años, permanecen en el tiempo, y se convierten en crónicos.  Muchas veces estas dolencias son graves, muy limitantes, y arrojan un pronóstico muy poco alentador, incluso fatal. En cualquier caso, lo habitual es que esa persona se someta a un tratamiento tradicional (alopático) cuya intensidad y duración se relaciona con la naturaleza de la enfermedad subyacente.

Las personas enfermas conocen que el tratamiento al que se someten tiene efectos secundarios o indeseables. Se han informado adecuadamente, a través de las redes o preguntando directamente a algún profesional de la salud, o a alguna persona en sus mismas circunstancias o parecidas. A pesar de ello, inician una terapia confiando en su médico y en su efecto curativo y asumiendo sus efectos colaterales, efectos que pueden llegar a ser muy importantes si el tratamiento es crónico (a veces para toda la vida), o si es muy agresivo dada la severidad de la enfermedad.

Afortunadamente la mayoría de las enfermedades se curan con la medicina tradicional, o se mantienen con poca agresividad para la vida del enfermo. El problema surge cuando esto no es así, y la enfermedad resiste, o el organismo sufre los efectos secundarios del tratamiento de forma importante. Los pacientes vuelven a su médico, quien en la inmensa mayoría de los casos insiste en esa terapia o en otra parecida: “Hay unos protocolos o pautas que hay que seguir”. “Ya sé que está usted mal, pero esto es lo que hay, habrá que tener paciencia”. “Vamos a continuar haciendo pruebas”. “Mire, no se preocupe. En efecto, como usted bien dice tiene el hígado afectado por el tratamiento, pero es el precio que hay que pagar para mantener los análisis en límites aceptables”. “Vamos a añadir estas otras pastillas, a ver si mejora usted”

Este es el momento en que la persona enferma se empieza a dar cuenta de las limitaciones que en ocasiones tiene la medicina tradicional, y como esa persona tiene dos dedos de frente y quiere vivir lo mejor posible, busca probar otra forma de curarse, o de que su organismo esté lo más libre posible de los daños causados por ese tratamiento de toda la vida; busca alternativas, se informa de su inocuidad, y, habitualmente, las encuentra. Acude a ellas con la única presión de su padecimiento, acude libremente, la mayoría de las veces sin rechazar el tratamiento aconsejado por su médico y manteniendo la confianza depositada en él, e incluso asumiendo un coste económico habitualmente ausente hasta ese momento.

A partir de aquí, todo es posible. Puede que no aparezca cambio alguno, que todo siga igual, o que se encuentre aún peor. Pero también, entre esas posibilidades de evolución, aparecen el alivio de síntomas, la mejoría psicológica, y a veces incluso la regresión de la enfermedad a estados más confortables, incluyendo la tendencia a la desaparición de los efectos secundarios que provocaba la medicación tradicional. Todo ello sin suspender su tratamiento tradicional. No es de extrañar que, a veces, en el escenario de esta última posibilidad, el enfermo decida, de forma unilateral habitualmente, ir retirando la terapia alopática.

¿Qué puede pasar después? Claro está que el enfermo puede empeorar e incluso fallecer, con o sin el concurso de cualquiera de las dos alternativas, o con ambas de forma simultánea. Pero en estos casos cercanos a la desesperación, que no tienen por qué ser cercanos a la muerte, el enfermo se aferra al estado en el que se siente más confortable dada su situación. Y a veces este confort es consecuencia de una mejoría demostrable…… simultaneando ambas alternativas, o incluso sin el uso de la medicina tradicional.

Segundo.- La libertad de las personas.

Pongamos el caso de una persona enferma que, en pleno uso de su libertad personal, con pleno conocimiento del tratamiento tradicional y de las consecuencias del mismo, y sin suspenderlo, prueba la medicina alternativa y su evolución es positiva. Alguien, con dos dedos de frente, ¿volvería a plantearse seguir exclusivamente un tratamiento que sabe que le va a causar unos efectos indeseables? ¿O apostaría de nuevo por esa vía alternativa?

Mucho se habla de la libertad del enfermo. Libertad para elegir médico de cabecera, enfermera, especialista, centro de salud y hospital. Luego todo esto no es tan “libre” como se predica, pero este es otro tipo de problema. Incluso hay libertad para decidir cómo morirse; se puede dejar escrito hasta donde deben llegar los tratamientos en el proceso del final de la vida, y han de respetarse según ley. ¿Por qué no se puede ser libre de valorar e incluso de decidir utilizar una determinada terapia alternativa para intentar aliviar esos síntomas que no logra controlar la medicina tradicional, o esos efectos secundarios que su tratamiento provoca?

Lamentablemente, la libertad del enfermo tiene una primera piedra de choque: su médico. “Mire usted, es que con lo que estoy tomando no mejoro” “¿Por qué tengo que seguir tomando esto si además me está haciendo daño en otro órgano?” “Mire, doctor, me he informado bien, incluso he consultado publicaciones, y hay unos tratamientos alternativos que alivian sin tomar ninguna pastilla, o son una especie de masajes sin tocarte ni un solo pelo, o los que se pueden adquirir en los herbolarios, o la homeopatía, o la acupuntura, y es que además no alteran la función de otros órganos. ¿Qué le parece si pruebo, sin suspender su tratamiento?” La respuesta a este comentario es variada, desde la que el facultativo permite que el enfermo se dé una oportunidad, a la que pone el grito en el cielo negándose a ello y de paso poniendo al paciente de inepto para arriba. “Vamos a ver, (enfermo-tonto, piensa el licenciado), lo que le van a dar es ¡agua!, ¡pura agua! Y lo otro es pura sugestión, le comen el coco y se creerá que le sienta bien”. “Se llama pseudociencia, placebo, en fin, una patraña, entérese”. “¿Y si me alivia, doctor, o así puedo dejar de tomar eso que me sienta tan mal, o simplemente me siento mucho mejor?” “Mire usted, ese placebo, doctor, me viene de perlas”. El final de esta conversación lo dejo a elección del lector o lectora, y según su propia experiencia si la hubiere.

Tercero.- El miedo es libre.

El primero que tiene miedo es el enfermo. Miedo a ponerse peor e incluso a morirse. Por eso valora cualquier tipo de alternativa si la medicina tradicional no le da soluciones satisfactorias.

Pero el miedo de la industria farmacéutica no es desdeñable. La medicina se ha vuelto un negocio muy lucrativo hace ya algunos años. Las grandes empresas y las multinacionales han entrado a saco en la sanidad y logran espléndidos beneficios. Uno de los mayores negocios es el que se monta en torno al precio de los medicamentos, que es desorbitado hasta el punto que se podría considerar como un atentado contra la propia vida del paciente. La excusa es el costo que representa la investigación, y en base a ello, la industria se aprovecha de que la legislación permite que se apliquen unas patentes de 30-40 años. Es bien sabido que esa inversión queda amortizada al poco tiempo de su salida al mercado: es vergonzoso. Esta situación, injusta y denunciable, es habitual en el caso de medicamentos tan importantes como los oncológicos, o los anti hepatitis C, pero en los casos de los enfermos crónicos se transforma además en unos beneficios seguros a muy largo plazo.

Cualquiera se puede imaginar al director o directora general de una potente multinacional farmacéutica que factura millones de euros anuales, que vea como progresan no ya un laboratorio competidor que ofrezca un producto con menos efectos secundarios y un porcentaje mayor de éxitos, sino por otras terapias sin efectos indeseables, que, aunque sin pretender substituirla, alivia los síntomas cada vez con mayor frecuencia, algo que hace reflexionar al enfermo: “¿habrá sido lo que me mandó el médico, aunque me perjudique al hígado?” “El caso es que estoy mejor. Voy a seguir, y como siga así, dejo lo otro”.

Aquí es donde la multinacional se pone nerviosa porque sus enormes ganancias pueden disminuir. Este terror a esta manera de tratar a los enfermos le hace capitanear o influir en campañas de descrédito a esta mal llamada pseudociencia, ya sean propias o apoyadas por la mismísima administración del Estado.

Cuarto.- El ataque ignorante.

La ignorancia es muy atrevida, y si viene del propio aparato estatal se transforma en peligrosa, porque su responsabilidad y la influencia que ejerce en la población termina por transmitir miedo, que no es sino consecuencia de la falta de conocimiento de la propia Administración. Pero es duro reconocerlo.

El gobierno español se ha lanzado a una guerra sin cuartel contra todo tipo de terapia o medicación que no sea la alopática. Demoniza a quienes la practican y acusa a la población que la recibe de ignorante y poco menos que suicida, faltando al respeto que debe tanto a quien la indica como a quienes tienen la total libertad de asumirla.

Es increíble la falta de visión y el ridículo afán de diferenciarse de los países de nuestro entorno, donde la mayoría de estas terapias están reguladas incluso a nivel de enseñanza universitaria. No tiene otra explicación esta tontería de mirar hacia otro lado, esta cortedad de miras como si la gente no viajara, no tuviera amigos o familia residiendo en otros países, o no tuviera ordenador en su casa. “No, nosotros somos diferentes y no tenemos porqué fiarnos de lo que se hace en otros territorios”. “Aquí defendemos la libertad del enfermo, pero esto ni hablar”.

En efecto, esta obsesión de prohibir esta clase de medicación alternativa la transforma el gobierno en una imagen que le viene bien, la de la preocupación por la población, de protección de su salud, ya que presupone que en un alto porcentaje de casos el paciente suspendería la medicación habitual. En primer lugar, está claro que esto no suele ser así, y la población compatibiliza las dos formas de intentar curarse. Y, por otra parte, si esto ocurre, por algo será, Sra. Ministra. O ¿es que usted piensa que la gente quiere estar enferma o que está mal informada? No hable de forma tan despreciativa (pseudociencia) de estos tratamientos distintos, primero infórmese. No engañe a la población diciendo que son perjudiciales para la salud.

Esta insistencia gubernamental no hace sino confirmar su afán protector, pero no ya sólo del enfermo, sino de las multinacionales farmacéuticas. No hay que olvidar que muchas de estas grandes empresas sostienen servicios médicos o quirúrgicos de la sanidad pública y/o privada, financian congresos, patrocinan cursos o directamente pagan viajes.

El tiempo nos dará la razón a quienes pensamos que las personas enfermas seguirán buscando libremente la mejor opción para curarse, y, como la medicina tradicional no es infalible, acudirán a las consultas de tratamientos alternativos, y conseguirán el acceso a las terapias que les hacen sentirse mejor sin causarles problemas sobreañadidos. Infórmense, amigos y amigas colegas, infórmense responsables sanitarios, no hay vuelta atrás.

No persigan sin saber lo que persiguen. Pónganse del lado de la población enferma, y respétenla.